Encontrar en una ciudad mercachifle como Barquisimeto una persona con sensibilidad a la cultura constituye una verdadera proeza signada, quizás, por el azar. Y eso fue lo que me sucedió en 1996 cuando conocí en la Zona Educativa del Estado Lara al poeta y crítico literario José Yeo Cruz. De inmediato nos montamos en una intensa y hermosa amistad que tenía como denominador común el gusto por la literatura y el arte. Era delgado en extremo, al punto que me parecía cargar como copiloto, pues ya no conducía, a una figura de El Greco en mi carrito europeo en una magnífica errancia pedagógica por el Estado Lara durante varios años.
Vivía en los barrios del oeste barquisimetano y me contaba increíbles historias de su niñez en el caserío La Cuchilla del vecinal estado Trujillo. Pero se hizo de inmediato un decidido larense de corazón y pluma. Su vocación de escritor toca piso firme y sostenido en aulas y pasillos del Pedagógico de Barquisimeto. Me sorprendió que no había realizado estudios de posgrado en literatura o educación, que era su otra querida vocación. Tenía bastante y jugosa madera para acometer tales estudios de cuarto nivel. Era una delicia conversar sobre Pessoa y Julio Garmendia con Yeíto, tal como lo tratábamos sus íntimos.
Me contaba, mientras repartíamos libros en las escuelas de Siquisique o Sanare, sus proyectos literarios. Me asombró con uno, quizás un relato largo, en que sus personajes no usaban palabras como eterno, limbo y opacidad. Fue crítico literario, un oficio en el que estamos tan ayunos en el país, dedicándole uno muy lúcido al novelista barquisimetano Salvador Garmendia, un integrante del boom de la literatura latinoamericana que poco se lee en estas tierras. “Le llegarán en su momento lectores a Salvador”, decía mi amigo Yeo con seguridad.
Su cuerpo se iba consumiendo sin pausa por una enfermedad degenerativa que consumía sus músculos, pero no sus neuronas y dendritas que seguían haciendo fabulosas conexiones creativas. La alegría acompañaba sus actos cotidianos que solo se enturbiaban cuando recordaba su incapacidad de tener descendencia. La biología y la genética le habían jugado una mala pasada. Un hijo le habría aligerado en gran medida el pesado fardo en que gradualmente se convertía su existencia de hombre bueno.
De antología eran sus pleitos orales con el virulento Gordo Jesús Páez cuando elaborábamos libros escolares, allá en Patarata cuando languidecía el siglo vigésimo. Era una pareja arquetípica del gordo y el flaco en pendencias. Un detalle de poca monta podía desencadenar una verdadera batalla por el significado de una palabra o un objeto o la extensión de un párrafo. A la postre ninguno de los dos cedía sin terminar enojados.
Por su intermedio entré en relación con los escritores capitalinos larenses que yo desconocía desde mi arrinconamiento secular caroreño: al irreverente poeta Caupolicán Ovalles, Orlando Pichardo, Ángel Alvarado Delgado, y al viejo profesor, casi centenario, Maestro Alfonso Giménez. A este viejo bibliófilo yaracuyano le acompañó Yeo en la directiva de Asela o Asociación de Escritores Larenses, integrantes que no eran tan larenses como el mismo Yeo Cruz. “Tú nacistes casi en Lara” le decía yo al recordarle que su aldea natal está al borde de Centroccidente. Reía a carcajadas este binacional que sin embargo desentrañó aspectos desconocidos de nuestra fiesta de Las Zaragozas, los increíbles vericuetos orales de El Caimán de Sanare y de los cuentos navideños larenses.
Asistió con su esposa al bautizo de mi opera prima, que se realiza a casa llena en el Centro Lara de mi Carora, en un brillante mediodía de enero de 1998. “Menos mal que no te lo publicó la Academia Nacional de la Historia como te prometió el Dr. Rafael Fernández Heres – sentenció con firmeza mi amigo – pues allí no te lee nadie.” Reímos a mandíbula batiente por aquél juicio a mitad de camino entre la seriedad y la broma.
Gracias a Irene Zerpa, hogaño Doctora en Cultura Latinoamericana y Caribeña, Yeo y yo escribimos a cuatro manos una Enciclopedia Temática del Estado Lara, en tiempos del Gobernador Bolivariano Luis Reyes Reyes y que tuvo un sorprendente tiraje de 5.000 ejemplares. Ilustrada profusamente, tenía como destino los escolares larenses. Como colofón de esa hermosa Enciclopedia hicimos un breve Diccionario de larensismos que gustó muchísimo al poeta Pedro Ruiz, funcionario del Ministerio de la Cultura, quien se lleva un ejemplar para reproducir tal experiencia en otras latitudes venezolanas.
Pero la dolencia somática del bardo Yeo Cruz seguía inexorablemente avanzando. La medicina de occidente pudo poco contra aquella terrible artritis deformante que lo catapulta fatal y finalmente a la eternidad aquel 14 de junio de 2016. Seis años luego de tan luctuosa y triste ocasión, cumplo con despedirte y desear que estés donde estés construyas muchos más heterónimos que el poeta Fernando Pessoa. Y sobrado tiempo tienes para ello…
Luis Eduardo Cortés Riera