POMPEYO, AMIGO
Vengo desde Cádiz, desde La Carraca misma, donde muere víctima de una traición por los suyos nuestro Precursor, Francisco de Miranda, ícono de la civilidad universal que se nos extravía luego del ya lejano 1811.
Vengo desde lejos y también desde cerca – pues Cádiz es un pedazo de nuestra historia patria – para celebrar junto a ti, mi querido Pompeyo, tu aniversario de «nonagénico». Y no digo nonagenario pues nuestro común amigo y fallecido jefe Rafael Caldera le tiene pánico a la palabra: evoca a los dromedarios.
Antes de salir de la ciudad de La Pepa – como así llaman a la Constitución liberal de 1812 – donde al igual que en Caracas se le canta a la libertad y se prosterna el absolutismo, participo de una soberbia charla con Victoria Camps. Ella, catedrática de Barcelona, es monumento intelectual en el campo de la filosofía moral. Me relata y nos relata a quienes la escuchamos una anécdota que me hace pensar en ti, en tu figura tan contemporánea y actual, tan mirandina; tanto que tu misma vida es un archivo de ideas y de sueños que viajan y no merman a tus 90 años.
Dice Victoria sobre el borracho de su pueblo a quien se le extravían las llaves de la casa en plena oscuridad de la noche, y el amigo quien le acompaña, al verlo dando vueltas alrededor de un farol le pregunta: ¿es aquí donde has perdido las llaves? y este responde: ¡no, aquí no, pero aquí tengo más luz!
Lejos de ti, Pompeyo, muchos venezolanos pierden el rumbo; pero a la luz de las enseñanzas que nos aporta tu generosa vida de generosidad y las soberbias memorias que has escrito y te regalas y nos regalas, habremos de reencontrar el rumbo perdido. Basta con leerte y ahora leer a tu «Pompeyo Márquez, contado por sí mismo». ¡Albricias!
Algún impertinente me pregunta en el camino hacia Caracas sobre mis palabras en tu homenaje. Le sorprende que un católico irredento como yo, casi pre-conciliar, comparta afectos e ideas con quien, como tú, alguna vez transitas afanoso por esos predios rusos y chinos que reniegan del «opio de los pueblos».
Mi reacción, venida desde lo hondo del espíritu y del afecto, no se hace esperar y le espeto que tú, mi amigo Pompeyo, eres la imagen viviente de Agustín de Hipona, del celebérrimo San Agustín. Éste, como tú, durante su largo quehacer vital, matizado con persecuciones y caídas, alegrías y tristezas, nos enseña que el hombre no tiene ni se gana el derecho a un destino trascendente sino vive y padece a la Ciudad del Hombre. La Ciudad de Dios la merecen con título mejor los impenitentes.
En la narrativa de tu experiencia, sea como preso sin experiencia, allá en la confluencia entre el Meta y el Orinoco, en los mismos intestinos de la Patria; sea como exilado o parlamentario, desnudo de inmunidad, siempre tienes presente a tu madre viuda, Luz María, a Socorro y los hijos y ahora a Yajaira con tus hijos y los nietos quienes siguen tus pasos. Ellos te retribuyen prodigándote cuidados celosos, impidiendo incluso que consumas los dulces que son tu pasión y tu castigo, y asegurando para la posteridad tus lecciones como ciudadano.
Me celebro, pues, al haberte encontrado desde las antípodas del pensamiento que marca el inicio de nuestros tránsitos como hombres y como políticos. Saludo tenerte como compañero de brega e ideales, pues ante situaciones dispares, el espíritu de la convivencia, superior al de la tolerancia, alimenta nuestro sueño común por la Venezuela que anhelamos.
Las diferencias nuestras pueden ser abismales, pero no ideológicas. Partiendo de distintos caminos llegamos al mismo punto. Has padecido y luchado, con fe de carbonero, por la forja de una república civilizada y civil para los venezolanos. Yo he sido, apenas, uno de sus conserjes. Tú te formaste en la universidad de los riesgos junto a la Venezuela que sufre, mientras yo imagino el padecimiento desde las butacas de la academia. Y si acaso soy un trabajador por los derechos de la persona humana, de derechos no se tanto como tú quien los pierdes alguna vez y se te pisotean en tu largo peregrinar de maestro del pueblo. Yo soy sexagenario, además, y bien puedo decir hoy ¡quién tuviera tus 90 años, y los pudiese alcanzar con tanto decoro republicano!
En el fondo, querido Pompeyo, más allá de las diferencias artificiosas que se crean y recrean entre los venezolanos a fuerza de tropezones, ganados para la saña cainita de la que habla Rómulo Betancourt y en la hora crucial de la fragua de nuestros partidos políticos modernos, existe, sin embargo, un Hilo de Ariadna, un denominador común que nos ata más allá del fragor. Todos a uno creemos en la república de los civiles. Todos a uno apostamos al desarme de la historia. Todos a uno medramos urgidos de nuestra vuelta a 1811 y a su congreso de hombres plurales y de levita; quienes imaginan una patria común luego tachada como patria boba o república aérea por los uniformes y laureles, para nuestra desgracia. Todos a uno – tú sobre todo y como maestro, y yo, como discípulo – rechazamos al gendarme necesario que recrea, mirando a los hacedores de nuestras guerras por la Independencia, la sociología fatal de Vallenilla Lanz.
Rafael Caldera y tú, él anticomunista y tú comunista se dan la mano de amigos en 1958 y brindan por el futuro, ante Gustavo Machado. ¡Y es que él y tú son ciudadanos de la República romana. En tanto que, quienes hoy motivan nuestra lucha en unidad – la misma que das corajudo durante las dictaduras de Gómez y de Pérez Jiménez – son herederos de la Roma imperial y procuran la muerte moral de nuestra actual república. Y esa es la disyuntiva que vivimos en esta hora nona; dilema que hemos de resolver bajo el farol de tu autobiografía. Es tu mejor legado para las generaciones del porvenir. De tus 90 años y tu libro, por ende y sin saberlo, es que nos habla Victoria Camps durante el encuentro gaditano y al recrearnos a Diógenes.
Debo ajustar, finalmente, que si te miro como ejemplo y como uno de los padres civiles de nuestra posmodernidad – eres el sobreviviente a fin de cuentas y en pleno siglo XXI – hay algo más y personal que comparto y me identifica contigo y con tu historia y con tus emociones de la infancia. Con 30 años de diferencia también echo los dientes en el boulevard Penichez, y soy cliente – recibiendo dolorosas inyecciones – de la botica de Angelitos, donde tú repartes medicinas y esperas que algún policía te lleve bajo arresto hasta el estacionamiento de Palo Grande.
¡Pompeyo, amigo, Asdrúbal está contigo! ¡Feliz cumpleaños!