Me es obligante cerrar un año y abrir otro con una nota de esperanza.
Si bien debo partir para ello de un elemento negativo o perverso, desde mi perspectiva, lo hago para constatar que lo afirmativo supera a “la siembra de cenizas”, como las llama nuestro gran pedagogo Augusto Mijares.
Me refiero a Chile. Su presidente electo, Gabriel Boric – paradigma de la contra cultura digital en avance, es cultor de la instantaneidad. Asume sus experiencias íntimas – dejemos de lado los tratamientos a los que dice haber estado sometido – no como algo acaso legítimo o vitalista si se quiere, sino para “romper las reglas”. El predicado huelga: Destruirá toda memoria cultural o nacional, para hacer de la chilenidad una circunstancia, un momento, una experiencia de orfandad.
Es Boric, en suma, deconstructivista o asocial; no por azar es aliado de los causahabientes del Foro de Sao Paulo en el Grupo de Puebla, que lo apoya y busca destruir todo lo sabido y conocido; sin que medie más promesa de paraíso que el rugido de unas mujeres desnudas circulando por las calles de Santiago o las quemas de Iglesias y de crucifijos, como en un desafío a destiempo de la justicia medieval.
El caso es que tal contexto y el ambiente que lo favorece, que ha contaminado a la región, siendo la patria de O’higgins su escala más reciente, mejor evoca al primer tramo de la Divina Comedia: “En medio del camino de la vida / errante me encontré por selva oscura, / en que la recta vía era perdida”.
A buen seguro que tal texto habrá de causarle hilaridad al intrascendente del neopresidente chileno; todavía más cuanto que el predicado del Dante no es la fatalidad de la oscurana: “miré hacia arriba y vi ya la colina / vestida con los rayos del planeta, / que por doquier a todos encamina /…/ Entonces… pasó la angustia de la noche inquieta”.
No se habían cocinado en Venezuela o no habían resucitado los enconos y egoísmos que hicieran posible la larga dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935) o los que alimentaran – aún lo hacen – el desenfreno destructivo de la nación y del Estado desde hace 21 años, hacia mediados de los años ’70, cuando éramos el ágora del pensamiento en América Latina. Alcanzamos a ser la negación palmaria de esa estulticia que acompaña a ciertos escribanos que a diario exacerban los narcisismos digitales de nuestra élite, tan inmediatista y sensual como Boric. Creen salir ilesos focalizando odios y frustraciones en hombres circunstanciales.
Se reunían en Caracas, bajo la consigna de “América Latina, Conciencia y Nación”, unos nombres cuyas obras invitan a la revisita – sirve para ello Google – pues eran nutriente lúcida de una promesa que luego encalla, desde el instante en que la “muerte de las ideas” se hace espacio en la política y en la academia a partir de 1989.
Fernando Belaunde Terry, Carlos Mallman, Celso Furtado, Aldo Ferrer, Jorge A. Sábato, Osvaldo Sunkel, Arturo Ardao, José Matos Mar, Emir Rodríguez Monegal, Felipe Herrera, Gabriel Valdés, Miguel S. Wionczek, Gustavo Lagos, Juan Somavía, Shridath S. Ramphal, Luciano Tomassini, Humberto Díaz-Casanueva, Helio Jaguaribe y Juan Carlos Puig, se dieron cita y sumaron sus sillas, paradójicamente, a las de Juan Ignacio Tena Ybarra, director del Instituto de Cultura Hispánica del franquismo y un expresidente de la república española en el exilio.
Los interlocutores, cuyo peso reflexivo crecía al ritmo de los debates y consta en las actas, durante tres días y sin abandonos se hicieron presentes: Carlos Andrés Pérez, anfitrión junto al rector Ernesto Mayz Vallenilla y Eddie Morales Crespo, director del Instituto de Altos Estudios de América Latina, Rafael Caldera, Arturo Uslar Pietri, Gonzalo Barrios, J. L. Salcedo Bastardo, D.F. Maza Zavala, Manuel Pernaut, Sebastián Alegrett, Orlando Araujo, Juan Liscano, Carlos Rangel, Arístides Calvani, Benito Raúl Losada, Luis Manuel Peñalver, y Gonzalo García Bustillos, entre otros.
Mi memoria aún no me traiciona. Puedo recrearlos y escucho sus voces vivas, pues se me hacen actuales y agonales desde la distancia atemporal.
“En las horas más lúgubres de nuestro extravío histórico se acumuló agrio encono, traducido en querellas y en agravios estériles siempre”, afirma el presidente Pérez. Y demanda “franqueza abierta, plasmando la armonía de la acción con los ideales, si de veras no queremos prorrogar el engaño”. Y apunta a lo central. No habrá unidad ni integración “sin la cultura y sin las ideas”, y proclama la Gran Patria Latinoamericana”. Critica, sin agravio innecesario, a los intelectuales nuestros, que “que se empeñan en distinguir autoritarismos progresistas y autoritarismos reaccionarios”, y que en ambos casos se trata de dictaduras.
“Rindo tributo de aprecio … a todos mis ilustres antecesores en la Jefatura del Estado, durante ese tiempo esclarecido y de permanente coherencia internacional”, que corre desde la implantación de la democracia en 1958.
A la sazón, Caldera hace propia la idea de la Gran Nación Latinoamericana, de la Gran Patria Latinoamericana. La destaca como criterio afirmativo de lo propio, no ofensivo frente a USA, coincidiendo con Pérez. E invoca como activo la “comunidad étnica de un mestizaje unificador y ecumenizante” muy nuestro, hoy amenazado por las identidades, como cabe advertirlo.
“No puede entenderse la tesis de la solidaridad pluralista como la negación del derecho y el deber de todos los hombres libres de América de luchar contra las torturas, contra la violación de los derechos humanos, contra los atropellos, …, en cualquier lugar del hemisferio”, agrega. En otras palabras – para incomodidad de quienes atizan las brasas del resentimiento – Caldera y CAP se niegan a la matización de las dictaduras, que ahora se hace habitual.
Asdrúbal Aguiar