Un buen conocedor de la Ley le preguntó una vez a Jesús cuál era el primero de los mandamientos. Jesús le respondió: Escucha, Israel… Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”. (Dt. 6, 2-6)
Pero no se queda allí el Señor, sino que le da un toque nuevo a este precepto, agregando que hay un segundo mandamiento también: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. (Mc. 12, 28-34).
El letrado que había hecho la pregunta a Jesús dice estar de acuerdo con Él. Pero agrega otra frase más al precepto: Amar a Dios y al prójimo “vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Y el letrado también tenía razón, pues estaba recordando palabras de los Profetas: “A Yahvé no le agradan los holocaustos y sacrificios, sino que se escuche su voz.” (1 Sam. 15, 22). “Misericordia quiero y no sacrificios” (Os. 6, 3-6).
Pero… ¿Cómo es esto? ¿Es que Dios no quiere nuestros sacrificios? Significa que Dios sí desea nuestras ofrendas, pero primero y ante todo desea que lo amemos a Él sinceramente y que amemos a nuestros hermanos, como Él nos ama.
Nos dice el Evangelio que al concluir el diálogo Jesús encontró muy razonables los planteamientos del letrado, por lo que terminó con este elogio: “No estás lejos del Reino de Dios”.
No es casual que el mandato que Yahvé dio a Moisés comience con esa orden de “escuchar”. Porque para vivir bien la Palabra de Dios y sus mandatos no basta hablar y pedir, sino que hay que escuchar. Hay que escuchar a Dios. Es necesario orar, escuchando, para poder dejar que la Palabra de Dios penetre y se haga vida en nosotros, para poder ir haciendo la Voluntad de Dios en cada instante de nuestra vida.
No hay que orar siempre pidiendo y pidiendo. Hay que orar amando. ¿Cómo oramos amando a Dios? Amar es darse. Debemos orar buscando darnos a Dios. Y ¿qué es darnos a Dios? Es entregarnos a los designios que Él tiene para nuestra vida. Es aceptar su voluntad y buscar hacer su voluntad en todo. Eso es amar. Mejor que pedir esto o aquello, es decirle a Dios: aquí estoy, Señor, para aceptar y hacer lo que Tú tengas dispuesto. Quiero seguirte en tu camino. Dime qué quieres de mí para hacerlo, Señor.
Si oramos así con sinceridad, amando a Dios “con todo el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas”, vamos bien. Si nos damos a Él, y si amamos a nuestros hermanos “como a nosotros mismos”, vamos bien. Si los tratamos como deseamos ser nosotros tratados, haciéndoles el bien, perdonando aunque seamos ofendidos, tal vez Jesús pueda decirnos como al letrado: “no estás lejos del Reino de Dios”.
Isabel Vidal de Tenreiro
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