Fue en Teatro de la Universidad de Los Andes merideña donde pude ver por primera vez esta inquietante y turbadora película de culto, dirigida por el maestro italiano Luchino Visconti, cinta en la que lleva magistralmente al celuloide una pequeña novela de Thomas Mann escrita cuando se acercaba la hecatombe suicida de la Gran Guerra europea. En ese entonces no conocíamos a Seguismund Freud, y Octavio Paz estaba lejos de escribir La llama doble (1994). La pulsión de la muerte del médico austriaco y la fuerza liberadora y destructiva del erotismo que nos revela el mexicano no estaban aún en nuestro horizonte intelectual.
Ese sin igual film salido del genio de Visconti en 1971 me recuerda los alocados amores del psicoanalista suizo Carl Gustav Jung con una de sus pacientes, la joven e inteligente Toni Wolff, muchacha suiza víctima de intensas depresiones, relación que pone en peligro la salud mental y el matrimonio del psicoanalista discípulo de Freud. La llamada “psicología analítica” de su creación no pudo contra las embestidas erótico místicas de tan ardorosa paciente, y sucumbe. Esta turbadora relación a tres fue llevada al cine.
El film del director italiano, uno de los más felices encuentros entre literatura y cine, relata la vida de un austero y disciplinado escritor germano -como Tomas Mann- que ya estaba consagrado en su país. Gustav von Aschenbach es un hombre atrapado por los fríos e impersonales conceptos del racionalismo del siglo XVIII, pero que alberga en su alma una bestia irracional que destapa el demonio del romanticismo. Como Goethe un siglo atrás, quien descubre el calor y el frenesí erótico en las cálidas aguas del Mediterráneo, este flemático y apolíneo profesor Gustav Aschenbach (Dirk Bogarde) ve como en pocas semanas y en el escenario mortecino de Venecia de principios del siglo XX, se derrumban las coordenadas de su civilización de la brumosa Europa del norte, sus convencionalismos y rígidas etiquetas sociales que habrán de causar hilaridad en los militantes del orgullo LGTB de hogaño. Nosotros, que en Hispanoamérica apenas tuvimos filosofía de la Ilustración, escasamente podemos comprender el impacto de lo irracional romántico en las mentes europeas de ese entonces.
El flemático profesor germánico se instala en un hotel de la vieja urbe del Adriático, escenario breve en donde se desarrolla casi todo el film. Como en los días que corren, tiempos de la Covid19, la peste se abalanza silenciosamente sobre la ciudad y pareciera que nadie lo advierte. Las calles se van vaciando paulatinamente. Es en ese alojamiento cuando el alemán pone su vista en el bello joven polaco Tadzio que parece un mármol de la antigüedad griega y que refleja una fisonomía cercana al ideal caucásico, un mito creado en el racionalista siglo XVIII. Se enamora repentina y arrolladoramente de él. Pero, ¿por qué razón es súbdito polaco este efebo de 15 años? Pienso que este desgraciado país, que ha sido repartido en tres ocasiones por los imperios que le rodean, tiene algo que ver en la elección que hace Thomas Mann del lugar de nacimiento del jovencito encarnado por el sueco Björn Andrésen en la cinta franco italiana.
Es amor platónico o espiritual, tal como lo plantea en el siglo XVI Marsilio Ficino, filósofo neoplatónico italiano quien inventa el término, nos aclara Octavio Paz. Es por esta razón que el profesor germano apenas mira al efebo y que, de haberlo tocado o acariciado, el film y la novela habrían caído en la más simplona y ruin pornografía. Habría sido una enorme torpeza y liviandad que no le habríamos perdonado a Mann y Visconti. Tadzio no se da cuenta de que el profesor le sigue con la vista, y si el efebo le devuelve la mirada nos queda la duda de que sea la imaginación lo que crea esa esa breve ilusión en el alemán enamorado de tan apolíneo mozalbete.
Parece un contrasentido decir que La muerte en Venecia es una “pequeña obra maestra. Dice Mario Vargas Llosa que el genio que exhibe Mann en sus obras voluminosas como La Montaña mágica (1924) se halla como resumido en una economía de medios y perfección artística asombrosa que cabe en apenas 168 páginas. Por eso merece figurar, agrega el Nobel peruano, junto a otras obras maestras del género como La Metamorfosis de Kafka o La muerte de Iván Ilich de Tolstoi, con las que comparte la excelencia formal, lo fascinante de su anécdota, y, sobre todo, la casi infinita irradiación de asociaciones, simbolismos y ecos que el relato va generando en el ánimo del lector.
A quien escribe le ha sucedido algo digno de mencionar con respecto a la novela que nos ocupa. Pregunté a un amigo quién era el personaje central de la novela y el filme, me respondió de inmediato: el joven Tadzio. Me llama la atención porque desde un principio he considerado que es Aschenbach el hegemón de la trama novelesca. Sucede que en estas elecciones gravitan las inclinaciones personales, sexualidad y formación académica. Tadzio regresa a su Polonia natal como si nada hubiese sucedido, en cambio el germánico escritor se derrumba espiritual y físicamente, sentado en una silla de extensión mirando al efebo polaco en la playa.
Visconti, como Pasolini era católico y comunista, descendiente de una familia aristocrática de Milán. Era homosexual y filma La muerte en Venecia cinco años de su deceso en 1976. El actor británico Dirk Bogarde tenía también esas inclinaciones gays, pero era muy reservado, a tal punto que quema sus cartas y fotografías antes de su muerte. Muy mal parado después del film termina el joven sueco que hizo de Tadzio. En efecto, Björn Andrésen ha tenido que defender en varios sonados juicios su masculinidad puesta en duda en Suecia y otros países. El film lo marca indeleblemente por el resto de su vida, tal como a María Schneider, protagonista con Marlon Brando de El último tango en París. Lo persigue una suerte de maldición por haber sido el chico más bello del orbe y cae en depresión y el alcohol.
Thomas Mann vive en un mundo que se derrumba, en lo personal vive la terrible experiencia de una sexualidad reprimida y el ascenso del nazismo en su patria. Es esta pesadumbre vital, como la que sufrió también el T. S. Eliot de Tierra baldía (1922), la que le permite narrar la decadencia europea, la muerte y la enfermedad en La montaña mágica y La muerte en Venecia, novelas que son la culminación de una forma de escribir. Este escritor, que debió huir de su patria perseguido por los nazis, quienes inspirados en Gobineau le acusaban de no ser ario puro, pues en sus venas corría sangre de madre brasileña, escribió el tema de la pasión como desequilibrio y degradación, disciplina vital y anarquía del sentimiento como ningún otro autor.
Una belleza visual como impresionista y la intensa trasmisión de lo emotivo bajo la música del compositor Gustav Mahler, hace de este film de Visconti una de las maravillas del séptimo arte, que se puede comparar a la cinta de culto Amadeus (1984), de Milos Forman. Es un film de hace medio siglo que se puede interpretar como una temprana manifestación de la “identidad gay” que hogaño no nos sorprende, pero en 1971 rodar y exhibir La muerte en Venecia fue una audaz y arriesgada aventura del entorno homosexual de Luchino Visconti cuando la homofobia campeaba. Hogaño, hasta el papa Francisco ha declarado enfáticamente que los homosexuales tienen derecho a estar en una familia.
En tiempos de la universal y espantosa pandemia del Covid19 es necesario releer la novela o volver a ver el film La muerte en Venecia, pues ella nos revela ese trasfondo íntimo de la humanidad que aparece descarnado y palpitante, el miedo, cuando la vida terrena está en peligro.
Luis Eduardo Cortés Riera.