Insisto tercamente en defender nuestra necesidad de una institucionalidad que funcione para todos. Mi insistencia no se debe a que no me dé cuenta de la relativa indiferencia con la que es recibida por muchos. Tal vez la motive precisamente esa elocuente evidencia de lo imperativo de la debilidad o carencia institucional.
En el poder, no se cree en instituciones. Se desbarató lo que existía, con frecuencia defectuoso pero que lo sensato era reformar y no destruir y se instalaron nuevas estructuras concebidas no como institucionalidad sino como instrumentalidad. Que no es lo mismo. Desde fuera del poder, abajo, en el pueblo que somos, nuestra vieja desconfianza contamina el clima. Si miramos el liderazgo y a quienes aspiran a ejercerlo, la conciencia institucional es frágil y de repente nos luce superficialmente arraigada. Tenemos pues, un problema. Un problema muy serio. Porque las instituciones son una de las diferencias claves entre el subdesarrollo y el desarrollo. Eso nos hace daño aquí y afuera.
No hablo de una institucionalidad ideal, por perfecta imposible. En el terreno humano y la política como el derecho, vaya si lo son, toda promesa de perfección es falsa. Hablo de instituciones reales, concebidas para cumplir sus fines, a las cuales les exige cumplimiento una ciudadanía alerta, en un marco de poder distribuido y dividido que provea controles eficaces y oportunos y posibilidades de corrección de cualquier desviación o novedad riesgosa porque no es posible adivinar el futuro hasta el infinito.
Se trata de garantizar, en beneficio del sagrado derecho humano de todos a vivir y progresar en paz y libertad, que el poder se someta al Derecho. Al “imperio de las leyes bien cumplidas” como decía Gallegos de la democracia. Un hombre o una mujer indefensos nunca es libre. La razón de ser de la institucionalidad es defender las personas. Debe ser su garantía, nunca su amenaza.
Hace XX años, en memorable discurso ante el parlamento de su país natal, Benedicto XVI planteaba con su voz suave una realidad descarnada. El éxito político, afirmó, está subordinado al criterio de justicia. Es lícito que el político busque el triunfo, pero en esa búsqueda no vale todo. La historia está poblada de ejemplos dolorosos que lo ilustran. Y recordó: “Quita el derecho y entonces ¿Qué distingue al Estado de una banda de bandidos? –dijo en cierta ocasión San Agustín- Nosotros, los alemanes sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; como se pisoteó el derecho de maneras que el Estado se convirtió en un instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada que podía amenazar al mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo”.
Este tema es acaso el más difícil. Se comprende, porque es crucial. En las negociaciones de México nos prometen hablar de ese marco. Espero y deseo sinceramente que las partes cumplan la palabra empeñada, porque así como estamos no podemos seguir. No aspiro milagros, pero sí pasos concretos. No digo carreras aunque ha sido tal el retardo y tan grave el retraso que la sociedad tiene prisa, pero sí pasos firmes en la dirección correcta.
Ramón Guillermo Aveledo