#OPINIÓN El azafate de Ceferina #25Sep

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Esta historia transcurre entre las céntricas esquinas de El Conde y Carmelitas, en la bulliciosa Caracas de mediados del siglo XX, una ciudad que transitaba hacia la modernidad pero que conservaba vestigios decimonónicos en la forma de ser de quienes la habitaban. En los alrededores de la Plaza Bolívar se desarrollaba la actividad gubernamental, académica, religiosa, comercial y social de los caraqueños, convirtiendo la cuadrícula originaria en un hervidero de personas que se entrecruzaban presurosamente mientras realizaban sus actividades cotidianas.

Justo allí, rumbo a la esquina de Carmelitas, encontramos a Ceferina, una de las tantas vendedoras ambulantes que pululaban por el sector ofreciendo sus mercancías a viva voz y compitiendo por captar la atención de los transeúntes con sus originales pregones. De esta vendedora de dulces se sabe poco, sólo lo que narra la compositora caraqueña Conny Méndez en su célebre merengue Chucho y Ceferina, tantas veces versionado por reconocidos solistas y agrupaciones venezolanas y que podemos escuchar en YouTube en la voz de la propia compositora. (Chucho y Ceferina por Conny Méndez)

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Ceferina se paraba en las tardes en las puertas del Externado San José de Tarbes, situado entre las esquinas de Carmelitas y Llaguno, donde ofrecía sus irresistibles manjares a “las niñitas” que salían de clases a eso de las 4 de la tarde. Esta institución educativa, fundada en 1898, estuvo a cargo de las hermanas Carmelitas y funcionó en un hermoso edificio que lamentablemente fue demolido para dar paso a la moderna avenida Urdaneta, inaugurada el 29 de noviembre de 1953.

Absolutas delicias de la granjería tradicional se amontonaban en un azafate de madera que portaba Ceferina en su cabeza, sobre un improvisado rollete de tela que le permitía soportar el peso y equilibrar la carga al caminar por las transitadas calles. Muchos de estos dulces son totalmente desconocidos para las nuevas generaciones que crecieron consumiendo golosinas hermosamente empacadas y distribuidas masivamente a nivel nacional. A pesar de que todavía podemos encontrar en las grandes ciudades locales dedicados a la dulcería criolla, la competencia es muy desigual y siempre van a llevar todas las de ganar las corporaciones internacionales que respaldan la comercialización de las modernas y sintéticas chucherías.

Allá va Ceferina, con el mosquero arremolineao”, mientras a viva voz ofrecía su mercancía:

La conserva ‘e coco, la lleva

melcocha blandita, la lleva

y coquito y besito

gelatinas colorá’s.

Y la polvorosa, la lleva

y los merenguitos, los lleva

bocadillos de membrillo

y la torta azucará’

El pregón anuncia lo que tenía para la venta ese día. Resaltaban las delicias de coco: conservas hechas con papelón bien oscuro. ¿Las vendería sobre la hojita de limón? O las conservas blancas como la nieve, elaboradas con azúcar. O las rojitas que se obtenían coloreando la blanquecina mezcla azucarada. Los coquitos, esas abrillantadas esferas de dorado caramelo que resguardaban en sus entrañas una pasta de coco finamente rallado. Ni hablar de los besitos, esponjosas galletas que toman su color del papelón y que encapsulan crocantes trocitos de coco. Las polvorosas, galletas de cuerpo quebradizo que no ofrecen ningún tipo de resistencia al primer mordisco. Los crujientes merenguitos de dura corteza pero de blando corazón. Generosos trozos de tortas haciendo juego con coloradas gelatinas, compañeros inseparables en cualquier fiesta de cumpleaños venezolana. Y los bocadillos, trozos de densa pasta de frutas (membrillo, guayaba, plátano) que ha sido cocida durante horas y que eran vendidos envueltos en secas hojas de plátano.

Probablemente el menú de granjerías que Ceferina ofrecía en sus recorridos diarios por el centro caraqueño era más amplio que el que retrata Conny Méndez en su canción. Se trata de una fotografía mental a la que la caraqueñísima compositora recurrió para darle vida a este personaje con el que rinde homenaje a tantas mujeres que levantaron sus hogares con tan particular talento gastronómico. Si quisiéramos ampliar el repertorio de dulces que estas mujeres preparaban y vendían en las calles de los principales centros urbanos del país pudiéramos recurrir a otro merengue venezolano titulado Golosinas criollas, perteneciente al catálogo de obras del célebre compositor carabobeño Luis Laguna y que ha sido interpretado por destacados artistas venezolanos como Simón Díaz, Lilia Vera, Illan Chester, entre otros. Junto con Un heladero con clase, La comae’ Joaquina y SOS, este merengue forma parte de las obras en donde el maestro Laguna aborda el tema gastronómico, con énfasis en la preservación de la memoria de platos, lugares, personajes y costumbres que para el entonces estaban ya destinados al olvido.

El Alfondoque, dulce de lechosa.

El alfeñique, Carato e’maiz.

Conserva e’coco, dulce de toronja,

la naiboa sabrosa y el cambur pasao

Muchos venezolanos jóvenes no conocen el alfondoque, también llamado alfandoca o alfandoque en otros lares, golosina elaborada con un melado de papelón blanco muy denso al cual se le añade semillas de anís o trocitos de jengibre. Eventualmente se le agregaba trozos de queso blanco al momento de retirarlo del fuego y se vendía en trozos rectangulares envueltos en hojas de plátano. De la misma familia tenemos al alfeñique, también hecho con papelón blanco, con una consistencia gelatinosa que se logra al tensar y entorchar la mezcla todavía caliente. Por cierto, ambos dulces son mencionados en una antigua canción infantil de origen español llamada Riqui rique, riqui rán.

En el mismo nivel de peligro de desaparecer de nuestras dulcerías y de nuestra memoria se encuentran la naiboa y el cambur pasao. La primera, se hace rellenando dos tortas de casabe con dulce de papelón, queso y especias. En cuanto al segundo, no es otra cosa que cambures (plátano, banana) muy maduros sin su concha, deshidratados al sol o en horno, por lo que toman una apariencia rugosa.

En sus pregones solían decir:

Cómase su dulcito, no sea pichirre, venga a comprar

tortas sólo por un realito, un buen paquete doy,

vengan muchachos, viejos,

vengan temprano porque me voy.

¿Qué habrá sido de las pintorescas y rollizas vendedoras ambulantes de dulces criollos? Las novedosas franquicias que colman nuestros centros comerciales y las dulceras on line que toman el pedido por WhatsApp y envían sus elaboradas preparaciones por Delivery han privado a nuestros sentidos de deleitarse con los colores y olores que emanaban de sus azafates y que avivaban nuestros antojos. Ya no se escuchan sus cantarinas voces pregonando su mercancía con chispeantes frases, sólo podemos evocarlas a través de los versos de Conny Méndez y Luis Laguna. Sin embargo su progresiva desaparición no es cosa nueva. Ya Aquiles Nazoa en su libro Humor y Amor (1970) echaba de menos a una de sus dulceras favoritas:

¿Qué se habrá hecho la dulcera

de la esquina de Sociedad?

Yo no lo sé, mas dondequiera

que se haya ido a refugiar,

sepa que aún queda un poeta

—tal vez el último juglar—

que dejaría su actual dieta

que es casi toda de galleta

de la más dura de mascar,

para en alguna tarde quieta

volver sus dulces a probar.

Miguel Peña Samuel

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