Marianela Rojas se acerca a otros migrantes para rezar, un descanso envuelto en llanto después de cruzar el río Bravo y de estar a punto de desmayarse en el patio de una casa, donde, segundos antes, pisó territorio estadounidense por primera vez.
“No les vuelvo a decir”, les dice en español un agente de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, interrumpiendo la sesión y ordenando a Rojas y a otros 14 migrantes venezolanos que suban en una camioneta para detenidos.
“Dinero y pasaportes en la mano. Aretes, cadenas, anillos, relojes, todo esto en las mochilas. Cachuchas y las cintas de los zapatos en la mochila”, agrega el agente.
Es una escena que se repite numerosas veces en la frontera entre Estados Unidos y México en un momento de enorme flujo migratorio. Pero no se trata de campesinos o braceros mexicanos o centroamericanos, que representan a la mayoría de los migrantes. Se trata de banqueros, médicos o ingenieros de Venezuela, que están llegando en cifras sin precedentes, huyendo de la crisis política y económica que agobia a su país y que ha empeorado con la pandemia del coronavirus.
Dos días después de haber cruzado la frontera, Rojas fue dejada en libertad y abandonó el poblado de Del Río, en Texas. Entre llamadas a sus seres queridos que no sabían donde estaba, la mujer de 54 años recordó como huyó de las adversidades en Venezuela hace algunos años, dejando atrás una casa propia y una carrera consolidada como maestra de educación primaria para empezar de cero en Ecuador.
Pero cuando ya no conseguía trabajo como limpiadora de casas, decidió volver a empezar. Esta vez, sin sus hijos.
“Ya pasó todo», les decía a sus familiares, rompiendo en llanto cuando su pequeño nieto apareció en la pantalla de su teléfono. «Todo salió bien, perfecto… No paré en ningún momento”.
El mes pasado, las autoridades estadounidenses interceptaron a 7.484 venezolanos en la frontera con México, la cifra más alta en los 14 años desde que se lleva la cuenta.
El sorprendente incremento ha generado comparaciones con la oleada de cubanos que huían del régimen de Fidel Castro a mediados del siglo pasado. Es también un presagio de un nuevo tipo de migración que ha tomado por sorpresa al gobierno del presidente Joe Biden: Los refugiados de la pandemia.
Muchos de los casi 17.306 venezolanos que han cruzado ilegalmente la frontera sur desde enero, han vivido por años en otras naciones sudamericanas, parte del éxodo de casi 6 millones de personas que han salido de Venezuela desde que Nicolás Maduro asumió el poder en 2013.
Si bien algunos son opositores al gobierno que temen ser acosados o encarcelados, la gran mayoría están tratando de escapar de la crisis económica caracterizada por apagones y escasez de alimentos y medicinas.
Con la pandemia aún al rojo vivo en partes de Sudamérica, tuvieron que reubicarse nuevamente. Cada vez en mayor número, se encuentran en la frontera con Estados Unidos con personas de los países a los que huyeron en un principio —un creciente número de ecuatorianos y brasileños han llegado este año—, así como de naciones lejanas que han sido golpeadas fuertemente por el coronavirus, como India y Uzbekistán.
Datos del gobierno estadounidense revelan que el 42% de los encuentros de familias en la frontera durante mayo provienen de países distintos a México, El Salvador, Honduras o Guatemala, los cuales, por lo general, componen el grueso del flujo migratorio. Ese porcentaje fue de sólo 8% durante la oleada migratoria más reciente de 2019. La Patrulla Fronteriza registró más de 180.000 encuentros en mayo, la mayor cifra en dos décadas y que incluye a migrantes con intentos reiterados de ingresar al país.
Comparados con otros migrantes, los venezolanos tienen ciertos privilegios, reflejo de su mejor estado financiero, mejor nivel educativo y de políticas estadounidenses que si bien no han logrado quitar a Nicolás Maduro del poder, practicamente imposibilitan la deportación de venezolanos.
La gran mayoría cruzan cerca de Del Río, un poblado de 35.000 habitantes, y no tratan de esconderse, sino que se entregan a las autoridades para pedir asilo.
Como muchos venezolanos con los que habló The Associated Press en días recientes en Del Río, Lis Briceño ya había emigrado antes.
La joven de 27 años se graduó en ingeniería petrolera, pero no encontró trabajo en los campos petroleros cerca de su ciudad, Maracaibo, sin declarar su lealtad al régimen socialista. Entonces se mudó a Chile hace unos años y consiguió trabajo en una compañía tecnológica.
Pero cuando las protestas contra el gobierno y la pandemia deprimieron la economía en Chile, las ventas se desplomaron y la compañía cerró. Briceño vendió todo lo que pudo — un refrigerador, un teléfono, su cama — para recaudar los 4.000 dólares necesarios para emigrar hacia Estados Unidos. Llenó una mochila y se encomendó al amuleto de corazón que le regaló un amigo para mantener alejados a los malos espíritus.
“Mi plan era graduarme y ejercer allá, hacer mi vida allá», en Venezuela. «Yo pensaba en algún punto venir para acá de vacaciones, a conocer, a ver las cosas que uno veía en las películas, ¿pero esto? Nunca”, expresó Briceño.
Mientras para centroamericanos y otros el viaje puede durar meses, sea caminando o arriba de trenes de carga, la mayoría de los venezolanos llegan en apenas cuatro días.
“Este es un viaje para el cual definitivamente están preparados desde el punto de vista financiero”, expresó Tiffany Burrow, administradora del albergue para migrantes Val Verde Border Humanitarian Coalition en Del Rio. Allí los migrantes pueden comer algo, asearse y comprar boletos para ir a Miami, a Houston o a otras ciudades con grandes comunidades de venezolanos.
Primero viajan en avión a Ciudad de México o Cancún, lugares en donde el número de extranjeros se ha reducido drásticamente, pero a donde casi 45.000 venezolanos llegaron en los primeros cuatro meses de 2021. Traficantes que se hacen pasar por “agencias de viajes” en Facebook prometen un viaje sin inconvenientes a Estados Unidos por unos 3.000 dólares.
“Se está trabajando como se trabaja aquí, bajo maraña. Nunca vas estar solo desde que llegas… siempre vas estar acompañado”, le dijo uno de los traficantes a un migrante, quien compartió el mensaje de voz con la AP.
El precio incluye salir acompañado desde Ciudad Acuña, desde donde la mayoría de los venezolanos cruzan el río Bravo. La localidad, ubicada a unos cuantos metros de Del Rio, es atractiva para traficantes y migrantes con recursos económicos, ya que no ha registrado tantos hechos violentos como otras ciudades fronterizas de México.
“Si eres contrabandista interesado en mover un producto —porque así es como ellos ven el dinero, las armas, la gente, las drogas, como un producto— entonces vas a querer moverlo por la zona más conveniente y al precio máximo”, indicó Austin L. Skero II, director de la Patrulla Fronteriza en el sector Del Río.
Pero el número de traficantes detenidos con armas de fuego se ha incrementado recientemente en la zona, y los agentes que por lo general persiguen a los criminales están ocupados procesando a los migrantes.
El aumento de migrantes que cruzan la frontera «es simplemente una táctica de distracción que utilizan los cárteles para cometer crímenes, dijo Skero mientras un grupo de haitianos, entre los que había niños pequeños, salía de un pastizal en la cuenca del río.
Una vez en territorio estadounidense, por lo general les va mejor a los venezolanos que a otras nacionalidades. En marzo, el gobierno de Biden otorgó Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) a unos 320.000 venezolanos. La designación permite que las personas que provengan de países devastados por conflictos armados o desastres naturales puedan trabajar legalmente en Estados Unidos, además de otorgarles protección contra la deportación.
A pesar de que los recién llegados no son elegibles, los venezolanos que solicitan asilo — y casi todos lo hacen — suelen tener éxito, en parte porque el gobierno estadounidense corrobora los reportes de represión política. Se le ha negado asilo apenas al 26% de los venezolanos en lo que va del año, en comparación con la tasa de rechazo del 80% para los procedentes de otros países más pobres y violentos de Centroamérica, de acuerdo con el Transactional Records Access Clearinghouse de la Universidad de Syracuse.
“Casi que puedo redactar las solicitudes de asilo de los venezolanos de memoria”, afirmó Jodi Goodwin, abogada de inmigración en Harlingen, Texas, que ha representado a más de 100 venezolanos.
“Son gente más educada que puede presentar sus argumentos y narrar su historia de manera ordenada, cronológica, como están acostumbrados los jueces”, añadió.
Incluso los venezolanos amenazados con la deportación tienen esperanzas. El gobierno del expresidente Donald Trump rompió relaciones con Maduro en 2019, cuando reconoció a Juan Guadió como presidente interino de Venezuela. Los viajes aéreos están suspendidos, incluso los vuelos fletados, lo que hace imposible las deportaciones.
En tanto, mientras los migrantes salen de Del Rio para reconcectarse con sus seres queridos dentro de Estados Unidos, lo hacen con la confianza de que con sacrificio y trabajo duro tendrán las oportunidades que no recibieron en su país.
Briceño dijo que, de haberse quedado en Venezuela, estaría ganando el equivalente a unos 50 dólares al mes, apenas lo mínimo necesario para subsistir.
“La verdad es que es una vida mejor lavando pocetas aquí que siendo ingeniero allá”, aseguró mientras se apresuraba a tomar un camión rumbo a Houston, donde su novio obtuvo un trabajo bien pagado en la industria petrolera.