En la década de los 80, miles de jóvenes centroamericanos llegaron a los Estados Unidos huyendo de las guerras civiles en sus países. La mayoría fue a parar a los suburbios de varias ciudades del estado de California. Allí se convirtieron en pandillas, principalmente para enfrentar a las pandillas ya establecidas de mexicanos, asiáticos y afroamericanos. En los años 90, Estados Unidos deportó a la mayoría de esos pandilleros de vuelta a sus países de origen. Y El Salvador, con un país resquebrajado en su tejido social por la guerra civil, fue el perfecto caldo de cultivo para que las maras se fundaran, crecieran y se multiplicaran. Además, la institucionalidad pendía de un hilo y la situación económica era catastrófica.
Más que una pandilla, las maras son una especie de secta, donde los integrantes se prometen lealtad y solidaridad. Miles de jóvenes sin rumbo se han unido a ellas. Allí encuentran una razón de ser (¿o de no ser?) y un sentido de pertenencia. Desde el establecimiento de las maras, los enfrentamientos entre ellas no se hicieron esperar, cada día más sangrientos.
Hoy en día, se calcula que sólo en El Salvador hay 60.000 miembros de maras, que con sus aliados (familiares y negociantes) pueden llegar a casi medio millón de personas, en un país que apenas tiene 6,7 millones de habitantes. Los mareros se rapan la cabeza y se tatúan en el cráneo las siglas de la mara a la que pertenecen, así como el resto del cuerpo. Están presentes en todos los municipios y son responsables por la mitad de los asesinatos del país. Está por verse qué hará el presidente Bukele en el largo plazo.
En Venezuela, el chavismo hizo crecer nuestras propias maras. Los llamados “colectivos”, supuestos a ser promotores de actividades culturales, defensores de la democracia y de la revolución bolivariana, se convirtieron una fuerza paramilitar, que desde hace rato se le fue de las manos al régimen, primero de Chávez y luego de Maduro. “El brazo armado de la revolución bolivariana”, los llamó Chávez. Los proveyeron de armas, sistemas de comunicación por satélite y vehículos para desplazarse. Hoy, actúan motu proprio e independientes de sus creadores y financistas originales.
Pero hay otra mara, mucho peor que los colectivos, que es la del FAES, la Fuerza de Acciones Especiales instituida por Maduro en 2016. Los miembros de la FAES se han convertido en asesinos. La gente les tiene pánico, aún más que a los colectivos. Sus uniformes parecen estar diseñados para infundir terror desde la distancia. Sólo en enero de este año protagonizaron una matanza en La Vega, en Caracas, que dejó un saldo de 23 muertos, según Provea. “Mano dura contra la delincuencia” había prometido Maduro. Pero lo cierto es que la mayoría de los fallecidos en esa masacre no tenía antecedentes penales.
Los enfrentamientos entre las maras venezolanas, también ha dejado una cantidad de muertos inocentes, que estaban simplemente en el lugar y la hora equivocados.
Recientemente, fue asesinado -delante de su madre- un joven, hijo de uno de los jefes de los colectivos de La India, en El Paraíso, porque su padre no quiso ir, por temor a que lo mataran. Lo habían amenazado y cumplieron su ofrecimiento.
Estas historias dantescas, que hoy son parte de nuestra cotidianidad, eran impensables antes de que Hugo Chávez se hiciera con el poder. Y lo peor es que nos estamos acostumbrando a ellas: ya nada nos asombra, ni nos conmueve, ni nos duele. Somos un pueblo anestesiado, dominado por asesinos. El deseo común de la mayoría de los jóvenes venezolanos, de la clase D hasta la A, es irse del país. Y los que se quedan no tienen oportunidades de surgir, como en El Salvador, por eso muchos terminan uniéndose a los colectivos o a fuerzas como las FAES, que al final son lo mismo.
¡Pobre juventud, pobre futuro, pobre Venezuela!
Carolina Jaimes Branger
@cjaimesb