Tanto se habla del amor, pero ¿Cuántos pueden definir qué es el Amor? El amor humano –el verdadero- es como una chispa del amor divino. Por eso es que es difícil definirlo.
Quien sí nos lo ha definido es San Juan Apóstol y Evangelista: Amar a Dios es hacer lo que Él nos pide. “Permanezcan en mi Amor. Si cumplen mis mandamientos permanecen en mi Amor, lo mismo que Yo cumplo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su Amor” (Jn. 15, 9-10).
Y la palabra “mandamientos” no se refiere sólo a los que conocemos como los 10 Mandamientos, sino a “todo” lo que Dios desea de nosotros. Es el caso entre Dios Padre y Dios Hijo: éste hace lo que el Padre quiere y es así como permanece amando al Padre. Quiere decir que nosotros permanecemos amando a Dios si hacemos lo que Dios desea de nosotros.
¡Qué esclavitud!, dirán algunos. Pero si nos fijamos bien, los amores humanos funcionan de la misma manera: el enamorado hace lo que la enamorada desea y viceversa; uno busca complacer al otro. Igualmente, entonces, amar a Dios es complacer a Dios… en todo.
Ahora bien, aunque no nos demos cuenta, el Amor viene de Dios. Es decir: no podemos amar por nosotros mismos, sino que Dios nos capacita para amar. Esto también lo explica San Juan: “Amémonos los unos a los otros, porque el Amor viene de Dios. Todo el que ama conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor… El Amor consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero” (1 Jn. 4, 7-8 y 10).
Es decir: es Dios Quien ama a través de nosotros. Entonces: el que ama egoístamente, o sea, pensando en sí mismo, ¿ama de verdad? Pensándolo bien: ése no ama. Y no ama, porque no complace a Dios; lo que hace es complacerse a sí mismo.
Pero el que ama -el que ama de verdad- no con un amor egoísta centrado en sí mismo, sino con un amor generoso; el que busca el bienestar del ser amado y no el propio, es decir, el que sabe darse al otro, ése que ama así, ama así porque conoce a Dios. Al menos eso es lo que nos dice San Juan.
Y ¡algo muy importante! La consecuencia del verdadero amor es la felicidad. “Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena” (Jn. 15, 11). La verdadera felicidad está en permanecer amando a Dios, cumpliendo los deseos de Dios y no los propios deseos. Así nuestro gozo será “pleno”.
Notemos que las alegrías humanas son pasajeras, efímeras, incompletas, insuficientes. Pero… ¡nos aferramos tanto a ellas! Si nos convenciéramos realmente de estas palabras del Señor sobre el amor y la verdadera alegría, nuestra felicidad comenzaría aquí en la tierra y, además, continuaría para siempre en la eternidad.
Isabel Vidal de Tenreiro
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