Una historia demencial se escribe a nuestras espaldas, entre los gritos que provoca el horror cuando se escapa y se hace visible. En la periferia de nuestras ciudades existen zonas donde el pensamiento se deshace, donde el curso de la sociedad se fragmenta en formas impensables de monstruosidad. A pocos kilómetros los respiraderos del infierno: jeringas, cabezas, pistolas, antebrazos, costillas.
Temíamos tanto de aquellas imágenes de los campos de Polonia, de esos cadáveres amontonados como plasta de lombrices entre alambradas y verdugos, vigilados por perros y vegetaciones inhóspitas. El placer de la tortura, la excitación de aniquilar al otro, la visita constante de los cuerpos amputados, el coito del triunfo y el exterminio nos parecían tan ajenos, tan remotos. Pero de pronto despertamos y el campo es nuestro y la horrenda proximidad nos hace uno. Súbitamente esos cuerpos condenados transitaron nuestras calles y en cualquier momento y con otras caras volverán a poblarlas.
Tocorón, Auschwitz, El Rodeo, Birkenau, Uribana, Treblinka, Tocuyito, Sachsenhausen. Topónimos del infierno, polisemia del demonio. Las cárceles en Venezuela son campos de concentración sin métodos, áreas de exterminio donde el asco y la mierda retumban, donde el dolor y el poder se hacen partículas de un nuevo orden de mundo. Los campos del nazismo y nuestras cárceles, más allá de las funciones y las cifras, son idénticos porque en ellos la negación existencial es precisa. En ellos la humanidad renuncia y la animalidad es un caramelo ante la crueldad y la barbarie.
En cada celda, en cada letrina, en cada cuerpo decapitado hay una entropía universal, un genocidio fraccionado. En cada herida un final de mundo y un pasadizo hacia el tormento. Y el averno está repleto de túneles, de tuberías que transmiten el mismo caudal de aguas negras. No lo olvidemos: el precipicio es patrimonio común y el método de la muerte es enseñado (y aprendido) por todos sus actantes: verdugos y víctimas.
La distracción nos priva de la verdad. Cada agresión, cada grito, cada insulto es un paso hacia la Uribana triunfante, hacia la apertura de las rejas, hacia la invasión definitiva, convirtiéndonos en una ciudad presidio, sin rejas ni fronteras, sin entradas ni escape, sino la repetida estadía, la ociosa circulación, la marcha del muerto ambulante.
¿A dónde iremos cuando nuestras ciudades sean un mismo pasadizo, sucursales de maldad y tinieblas controladas a distancia? Cuando la entropía nos espere en cada semáforo y la disolución del hombre se materialice en cada trayecto de autobús. No es en otro siglo, ni en Polonia ni en Oranienburg. Está muy cerca y su olor lo conocemos.
Entonces Uribana es un holocausto diferido.
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