El mes de marzo tiene sabor a san José y perfume de nardos, porque el 19 es su fiesta y al santo patriarca se le representa con un tallo de esta flor. Otra fiesta suya es el 1º. de mayo, Día del Trabajo, no sólo para resaltar su condición de obrero, sino para un festejo pleno, porque el 19 de marzo siempre cae en tiempo penitencial. El título de mi columna, En tono menor, en el periódico digital Pluma de la Universidad Monteávila, tiene mucho de él: la vida de José transcurrió toda en un tono menor. Se le nombra en el Evangelio pero nunca se le da voz. Se señalan sus dudas y vacilaciones ante el Misterio de la Encarnación, pero son sólo manifestaciones de su interioridad, de su pensamiento, no sale una sola palabra de su boca para compartirlas, pedir un consejo o preguntar una explicación. Calla y espera. Es el prototipo de la discreción. Tampoco le hablan los ángeles sino en sueños, a través de éstos le aclaran las incógnitas y le indican el camino.
¿Cómo era el hombre de la estirpe de David que vivía en Nazaret? De abolengo, por supuesto, pues venía de tal rey, pero humilde artesano de una aldea que no figuraba en el mapa, sin ningún signo de grandeza. Lo cual no quiere decir que fuera tosco, vulgar, de clase baja. Por el contrario, lo que se hereda no se hurta y habría cierta hidalguía en el porte de san José. Joven apuesto, bien plantado, esbelto y fornido, ¡Dios no iba a buscarle un viejito mequetrefe de esposo a María! Lo imagino de noble perfil, trigueño, ojos claros -tal vez no, sino pardos-, barba y melena abundantes, ligeramente rizadas, de color castaño oscuro; sólo sus manos fuertes y curtidas revelaban al trabajador manual. Las muchachas casaderas de su aldea le harían ojitos, él les sonreía, pero conservaba la distancia, estaba reservado para María. Ambos eran de la casa de David y en esa época se arreglaban los matrimonios dentro del mismo clan. El guapo José, que olía a agua limpia y madera de pino, llevaba siempre el rostro iluminado por una radiante sonrisa.
Los cuerpos que albergan un alma pura la revelan en la armonía que irradian, así estén deformes y, sobre todo, en sus faces serenamente sonrientes. No hay desafinamiento en la expresión, los gestos y el talante de un santo. Al contrario, sólo equilibrio como foco de atracción porque comunican paz y don de consejo. Al santo se acerca la gente, no sólo por lo que predica sino por el poderoso imán de su figura. Sobre todo los niños, en su pureza, intuyen la del adulto que sonríe e irresistiblemente los convoca. Le sucedía así a Jesús, los apóstoles pretendían que lo molestaban, querían apartárselos y él se los impedía. Con José sería igual. Entraban, curiosos, a su taller y él los dejaba jugar con las virutas regadas en el suelo. Cuántas veces serían los compañeritos del Niño Dios. José, padre educador, les pondría luego la tarea de recoger y guardar.
Los amigos buscaban a José de Nazaret porque los acogía con amabilidad, la cara alegre y, si era el caso, los aconsejaría con tino. El artesano tenía la sabiduría del hombre contemplativo de la divinidad, fuente de todo conocimiento. En Nazaret, José sería una referencia y un ejemplo, sin aspavientos ni publicidad. Su gran atractivo eran su discreto silencio y su sonrisa serena.
En el Evangelio se registra de Jesucristo cuando se conmueve, cuando llora, nunca se habla de que ríe. Es lógico, llama la atención lo inusitado, no lo habitual como su rostro sonriente. En lo humano, aprendió de su padre guardián el estar siempre risueño, como también lo estaría su Madre. Si nosotros siguiéramos este ejemplo…
Tanta cara amargada, tanta queja ante la situación crítica del país y del mundo, tanto ayayay, desaliento y desgano, ciegan las manantiales de la esperanza y la acción. Oí una frase que me gustó mucho, decía más o menos así: la esperanza no es algo del futuro, es comenzar a trabajar en el presente por una meta. Lo único que tenemos es el presente, en éste debemos actuar y soñar. No es lo que tuvimos y perdimos, ni lo que podríamos tener, es lo que tenemos hoy y ahora, es nuestro capital. ¿Escaso, abundante? ¡Qué más da! ¿Acaso calculó José el suyo para ir a Belén, a Egipto y después volver? Todo fue un imprevisto, un presente no calculado, actuó con lo que podía y tenía…, sin perder la sonrisa.
Alicia Álamo Bartolomé