#OPINIÓN La presencia de Dios en lo cotidiano #25Oct

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La cuarentena se hace cada día más larga y penosa. En Venezuela se agrava por la carencia de servicios y productos básicos para la subsistencia. La esperanza se difumina porque el pueblo deambula en soledad ya que   los buenos  repiten una y otra vez los mismos errores y los malos se alumbran en esta noche de llantos con las hogueras de las ilusiones populares.

En el aislamiento aumenta la convicción que todo este sufrimiento es una espera depurativa y que en alguna parte se están alineando fuerzas de bondad que en cualquier momento irrumpen para limpiar el estercolero planetario en el cual han convertido a nuestro país. Por ello muchos sabemos que las fuerzas suaves del Cosmos, las fuerzas suaves de Dios ya están con nosotros, camufladas en rostros comunes y actos sencillos de compasión y solidaridad.

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Con estos pensamientos y advertido por las predicciones de Alicia, aprovecho la semana de libre contagio para hacer algunas compras en el centro de Cabudare. Camino varias cuadras preguntando precios aquí y allá, miradas huidizas, pasos en marcha de huida, olor a siembra de semillas podridas, vuelo de aves negras que van y vienen con augurios de muerte entre el mercado de los chinos y la charcutería de los árabes.

Sentada en una acera una niña de once años muestra con el brazo estirado un récipe del ambulatorio pero nadie se acerca. Tomo el papel y leo que le indicaron tomar pastillas de hierro con acido fólico y comer legumbres, huevos, arroz…el médico puso sobre papel el drama de millones de niños desnutridos y la mandó a su hogar con un pedido al cielo. Leo en voz alta y de pronto una voz de mujer me dice, a mi lado…señor, será que la ayudamos, yo casualmente tengo un blíster de pastillas de hierro en mi cartera  y se lo puedo dar, mientras usted le compra algo. Así hicimos y Luisita se fue a casa con sus pastillas y una bolsita con arroz, sardinas huevos y lentejas. Con lagrimas vi como se alejaban cada una por su lado, la niña sin zapatos y su mecenas con el vestido roto y cojeando, la culpa se metió en mi garganta porque la señora entregó su medicina y no me percate a tiempo de su piel amarilla, quise seguirla para corregir mi descuido pero se metió en un pasillo de colas entrecruzadas y la voz de mi esposa, en telequinesis vigorosa, me ordenó un repliegue inmediato para no tentar al virus.

La compra se me redujo pero un tirón de la vista me llevó a una quesera con precios muy solidarios y pude cumplir mis expectativas de queso duro y suero. Al pagar me di cuenta que no podía llevar lo comprado por separado, me entregó los quesos dentro de cartones, cubiertos con un plástico muy fuerte, no obstante difíciles de transportar, pero el chamo me solucionó el problema con una bolsa grande aunque rota por un costado. A dos cuadras de la casa la bolsa se terminó de romper y un queso cayó  al suelo pero un caballero que me seguía, y por ello me preocupaba, lo tomó  y me lo entregó. Continúo con la bolsa sobre mi pecho pero al doblar por la calle que lleva a mi urbanización todos los quesos van al suelo, recojo y guardo y vuelven a caerse, dos litros de suero en una mano y los quesos que repetidamente van del suelo a la bolsa y de la bolsa al suelo. De pronto, de la nada, aparece un joven de unos treinta años de edad, con una bolsa blanca, limpia y nueva, se pone ante mí y la  coloca abierta para que allí guarde los quesos. Su mirada era de una solidaridad limpia y convincente, su gesto era protector y amable. Le di un gracias prolongado y sentí en ese joven la fuerza suave de Dios que acudió a socorrerme del pequeño pero incomodo e ingrato percance, el cual ya había solucionado mentalmente con la idea de llegar a mi casa con la encomienda de compra totalmente incompleta.

Los empaques del queso eran fuertes y sellados. Miré al cielo y di gracias, una gran paz se apoderó de mi interior. Confirmaba con sucesos simples y  cercanos  mi convicción sobre la presencia  de Dios en nuestra cotidianidad. A Dios algunos lo quieren ver en una carroza celestial rodeada de un ejército de ángeles, otros aspiran conocerlo a través de un milagro sanador o en su intervención ante un drama económico, pero no  adiestran su mirada para verlo y sentirlo en la bondad y el amor de la gente común y corriente. Dios es omnipresente y omnisciente porque es energía y la energía es también materia y es forma y es volumen y es pensamiento. Jesús nos lo reveló pero no lo hemos entendido a cabalidad: El templo de Dios es el Hombre. Hijos de Dios Hijo del Hombre, nos enseño que él  es el camino  y la verdad y  fue enfático al enseñarnos que la ruta de la salvación es el Amor, ese amor que es la energía cósmica que permite la armonía  dentro de explosiones e implosiones constantes. Esa energía suave de Dios estuvo presente en mi salida de compras y se manifestó en la bondad de una mujer pobre que regaló su medicina a una niña desamparada y en el joven compasivo que me auxilio en el trance de los quesos rebotones. Si aprendemos a ver a Dios en las cosas sencillas será más fácil hacerlo nuestro amigo y compañero de ruta existencial y eso es un alivio para poder soportar las horas aciagas que vivimos.

Mi esposa me vio llegar con cara de felicidad y me preguntó, a  quien viste que vienes tan contento. Le respondí que vi la bondad de  Jesús encarnada en una mujer santa y un joven compasivo y solidario. Le dije que estaba alegre porque recibí el mensaje claro y fuerte respecto a que la fuerza suave del amor está trabajando activamente en Venezuela y  que mi frase de lucha y esperanza es una verdad absoluta: Dios con nosotros.

Jorge Euclides Ramírez

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