Octavio Paz, uno de los más grandes escritores que ha dado México, alertó en su libro El laberinto de la soledad, sobre la tragedia que ahora nos toca presenciar: “La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente”, asentó.
Quien detenta el poder se adivina autorizado a mentir con toda suerte de descaro e impunidad, vicio que asume ribetes criminales cuando oprime, persigue, silencia, encarcela, tortura, aniquila moral y físicamente.
Cuando planifica la pobreza como arma de sometimiento; y, sin siquiera agacharse, defeca sus descomunales plastas en las salas de la justicia.
También cuando reduce un proceso electoral a una encerrona con árbitro servil, rivales comprados y fichas marcadas. En tanto, ebrios de placer y avaricia, el déspota y su corte no caben ya en las hinchazones de sus riquezas súbitas, en la grasienta figura de sus apetencias bien servidas, complacidas hasta el hartazgo.
En Lara, la principal representación política de este sórdido drama corre por cuenta de la “Almiranta en Jefa” y del alcalde del municipio capital. Sin el más mínimo apego a esta tierra ni a su gente, ajenos a su idiosincrasia y desprovistos de compromiso alguno con el porvenir de la entidad, meros turistas burocráticos del oportunismo más ramplón, llegaron en comandita revolucionaria para anotarse la hazaña de sumir al estado en el más espantoso cuadro social y económico; pero la “almiranta”, oficial naval, más dada a gobernar barcos y quien se publicita nada menos que como la autora de la “gestión perfecta”, amenaza con cárcel a quienes protestan por agua y sus funcionarios han expuesto a ciudadanos sorprendidos en las calles en tiempos de cuarentena, a la humillación de saltar en cuclillas mientras son obligados a gritar: “No debo salir de casa”.
El alcalde, por su lado, acaba de romper su crónica mudez en ocasión de los 468 años de Barquisimeto, para anunciar como un “regalo” suyo, es decir, como una fineza especial, el haber dotado de uniformes a los bomberos y emprendido “una obra de envergadura en el Mercado San Juan”, sin más detalles.
Una promesa, una profecía tal vez, que por asociación de ideas nos hizo evocar el relato bíblico del 2 Libro de los Reyes (14:25), y el de Jonás, en el Antiguo Testamento, que hablan de la embarazosa experiencia de un profeta con ese nombre. Dios lo castigó porque, por falta de empatía con Nínive, pueblo que detestaba a los judíos, Jonás se negaba a ir a advertirles acerca de su inminente destrucción, por paganos. Jonás sabía que, pongamos por caso, la única forma de ser electo, o reelecto, alcalde de Nínive, era que no se presentaran más candidatos y la tendencia fuese por tanto “irreversible”.
Y un gran pez, probablemente una ballena, se tragó entero al apático Jonás, a quien por lo menos durante tres días nadie lo oyó hablar, ni lo vieron pasear indiferente sobre calles plagadas de huecos en su flota de Hummer blindadas y con vidrios oscuros. Está escrito que sólo imploraba desde las entrañas de la enorme criatura del mar.
José Ángel Ocanto