#OPINIÓN La empanada viajera #1Ago

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Una verdadera batalla campal se libraba día a día durante la hora del recreo en las diferentes cantinas de escuelas públicas, liceos o colegios en procura de la suculenta merienda que saciara el voraz apetito de los muchachos en pleno crecimiento. Podían resultar muy estruendosas aquellas algarabías que se formaba en esos pequeños recintos escolares cuando confluían en un mismo corolas peticiones de los hambrientos comensales y las instrucciones de los cantineros tratando de poner orden en aquel maremágnum de brazos alzados esperando tener primicia del anhelado bocadillo.

Así como en mi generación, las generaciones posteriores cumplieron con ese mismo ritual una vez que sonaba el timbre a media mañana. Incluso, se podía observar casi el mismo comportamiento en los puestos de comida de las diferentes instituciones de educación superior, con la diferencia de que las pausas eran más cortas, no se anunciaban con un timbre y estaban distribuidas en horarios variables.

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A pesar de que estos establecimientos escolares gozaban de una amplia oferta gastronómica,el “objeto del deseo” de la mayoría de los comensales sin duda era la empanada. Por muy suculentos y crocantes que se vieran los pastelitos, más allá de la seductora apariencia de los sándwiches de jamón y queso amarillo, venciendo el insuperable bronceado de los cachitos de jamón, incluso por encima de los irresistibles y jugosos tequeñones, nuestra empanadita criolla gozaba siempre de esa preferencia entre chicos y chicas.

Colocadas en perfecto orden en bandejas, protegidas por vitrinas metálicas de paneles transparentes, estaban las empanadas recién sacadas del caldero o, en el peor de los casos, ya frías esperando por algún rezagado que no alcanzó a ser el primero de la cola o el más listo en la rebatiña. Si no las querías frías, siempre había una solución, como ponerla por unos minutos en la misma plancha en donde se comprimían los sándwiches o se calentaban los cachitos.

El concepto de empanada forma parte de ese legado colonial español que se manifiesta a todo lo largo de la América hispánica en donde se pueden encontrar variantes que involucran diferentes ingredientes, procedimientos y apariencias. Es un término que proviene de la lengua castellana “empanar” que originalmente significa “cubrir con pan” o “encerrar algo dentro de una masa” hecha generalmente de harina de trigo.

Fueron los musulmanes que se asentaron en la península ibérica a partir del siglo VII d.C., quienes trasladaron hasta los territorios conquistados toda su milenaria tradición culinaria. Aún hoy en día se pueden encontrar los sfihas y fatayer en el medio oriente, los briks en Túnez o los börek en Turquía, por sólo nombrar algunos de los empanados típicos de la cultura árabe. Ya adoptada en la España medieval, la empanada cobró nuevas dimensiones teniendo que adaptarse a los ingredientes propios de la región. Fue así como en muchos lugares la carne con que originalmente se preparaban fue sustituida por pescados o vegetales, según fuera la disponibilidad de la zona, tal es el caso de la empanada gallega.

Al igual que sucedió en el territorio español, a su llegada a América sufrió sus propias adaptaciones. La variada gama de ingredientes que ofrecía la despensa del llamado “nuevo mundo”fue moldeando a la empanada, tanto a sus rellenos como a su cubierta. Ingredientes como el maíz, la papa, y el onoto se sumaron a la conformación de la nueva versión de este milenario alimento que había acompañado a los viajeros europeos en su larga travesía.

Mientras que en la región sureña del continente el trigo se convirtió en un elemento fundamental de la dieta de sus habitantes, hacia el norte el maíz mantuvo la hegemonía. Particularmente en Venezuela la empanada se vistió con nuevos ropajes de una masa blanquecina de maíz que al salir de los molinos se colorea con ese tono rojizo que da el onoto y se le añadía un toque de sabor dulzón que aportaba el jugo de la caña de azúcar transformado en papelón. Fue así como nació nuestra empanada venezolana, con su forma de media luna, con sus extremos puntiagudos y su abdomen abultado, frita en aceite o manteca de cerdo a altas temperaturas y servidas solas o acompañadas de aromáticas salsas.

En la década de los 70 del siglo XX, los rellenos más tradicionales para las empanadas barquisimetanas eran los de queso blanco rallado, carne molida o mechada, pollo y caraotas negras. Aún no se daba el boom de los rellenos mixtos que posteriormente invadieron el mercado larense y nacional. Incluso, había un guiso muy popular a base de un sofrito de carne o pollo, cebolla, ajo, pimentón, ají dulce, aceite onotado y comino, el cual se mezclaba con harina de maíz diluida en agua y el resultado era una especie de pasta que se adhería perfectamente a las paredes internas durante su cocción.

Existía todo un código para diferenciarlas unas de las otras según el relleno.Cada local tenía sus propias marcas. Así se podían encontrar empanada completamente lisas o con un huequito en una o en ambas puntas, con una muesca a la mitad de la media luna, alguna punta truncada, líneas hechas con un tenedor y hasta incisiones imperceptibles para el comensal pero que al ojo del vendedor resultaban significativas para reconocer su contenido.

El tamaño también era variable. En una época de abundancia económica como la Venezuela de los años 70’s, los ingredientes que se utilizaban eran siempre de calidad así como las porciones servidas gozaban de gran generosidad, casi emulando los servicios caseros con los que saciábamos nuestros apetitos o antojos. La mayoría de las empanadas que se vendían por aquellos tiempos se ajustaban a estos parámetros, con salvadas excepciones. Por ejemplo, en una arepera ubicada en la Av. Florencio Jiménez, justo a la entrada de la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la UCLA, hacían unas empanadas gigantescas mientras que en la calle 33 con Av. Venezuela se podían disfrutar de unas muy pequeñas, que vendían por docenas.

Muchas personas no pueden concebir comer una empanada sin un aderezo que realce sus sabores. En los mostradores de los negocios en donde se iba a disfrutar de un buen atracón de empanadas siempre había algunos potecitos con cucharillas, frasquitos o teteros que contenían las más variadas salsas o aderezos, desde la tradicional guasacaca, pasando por mojos de vegetales, sueros con picante o simplemente salsa rosada. Las salsas de ajo, de jojoto, de tocineta, de quesos o las tártaras son de más reciente data.

La mayoría de las areperas de la ciudad tenían en sus mostradores una discreta sección dedicada a las empanadas, sin embargo proliferaron a lo largo y lo ancho de la capital musical expendios exclusivos para su venta. Si bien en cualquier cuadra de la ciudad se podía encontrar una o dos de estas “empanaderías” era alrededor de los institutos educativos o de los grandes centros de salud en donde abundaban. Célebre el eje de la carrera 15 entre las calles 28 y 36 en donde se podía encontrar gran cantidad de estos establecimientos que acaparaban el favoritismo de los estudiantes de los liceos Rafael Monasterios y Lisandro Alvarado, del Colegio La Salle y otros colegios pequeños de la zona, así como de los visitantes y pacientes del antiguo ambulatorio del Seguro Social ubicado al lado de la Iglesia San Juan y frente a la Plaza “Rafael González Pacheco”, mejor conocida con Plaza San Juan.

Por esa misma zona, más hacia la carrera 17, se dice que nacieron las famosas empanadas de pabellón. Por ese sector aparecieron muchos negocios de este ramo que fueron ganando espacios en los zaguanes o salas principales de los viejos caserones del casco histórico para satisfacer las demandas del creciente público que buscaba esos nuevos sabores. Junto a las empanadas de pabellón comenzaron a ganar preferencia otras combinaciones de ingredientes como el jamón y queso o las de dominó. Probablemente allí se encuentra la génesis de las llamadas “operadas” que todavía viven su momento de gloria en muchos locales del país.

Otros focos importantes en donde se concentraban muchas ventas de empanadas eran en los alrededores de las principales universidades e institutos universitarios. En el oeste, cerca del antiguo Instituto Básico, el Politécnico y el Pedagógico; hacia el este, en las inmediaciones del rectorado de la Universidad Centroccidental “Lisandro Alvarado”. En ambos extremos de la ciudad se podía degustar de un variado repertorio de frituras, pero especialmente empanadas.

La empanada nunca perdió esencia viajera. Ha ido y venido a su antojo por todo el mundo. Así como se ha marchado de Venezuela a conquistar lejanas tierras en los diferentes puntos cardinales del planeta, a principio de la década de los 70’s empezaron a llegar a Barquisimeto importantes corrientes migratorias provenientes del sur del continente, las cuales huían de las dictaduras que se instalaron principalmente en Argentina, Uruguay y Chile. Con ellos llegaron también muchas de sus tradiciones gastronómicas ocupando rápidamente la atención de los guaros.

Es así como la empanada chilena llega para plantar una seria competencia a nuestra empanada criolla. En un principio, la tradicional empanada de pino, rellena con su guiso de cebolla, pollo, aceitunas negras y pasas, es compartida como gesto de amistad de los recién llegados hacia sus vecinos y amigos. Puntualmente comienzan a aparecer pequeños y aislados negocios caseros en donde se podía probar esta exquisitez sureña. Por último el boom, la diversificación de los rellenos, la aparición de cadenas de ventas al detal y finalmente los distribuidores mayoristas que llenan las vitrinas de las cantinas escolares y cafetines en general de empanadas chilenas y dejan pocos espacios disponibles para las criollas.

Muchos chilenos regresaron a su país con el restablecimiento de la democracia y muchos venezolanos se marcharon también en búsqueda de nuevos horizontes. La empanada chilena llegó a Barquisimeto para quedarse pero nunca desplazó el favoritismo que siente el barquisimetano por las nuestras, esas cargada de sabores que recuerdan los desayunos caseros, de esas que nos remiten a nuestro paso por las aulas escolares, de aquellas que se compartían al filo del amanecer después de una noche de fiesta, de esas que en lugar de queso, carne o caraotas están rellenas de momentos imborrables de nuestra memoria.

Miguel Peña Samuel

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