…Si el amor es el olvido del yo…
Yo soy del que el amor se olvidó…
Anónimo mío
Otro rasgo notable de Mamá fue su ansiedad. Su ansia creó molestias en más de una ocasión y un decano sin oficio es como un criminal de lesa humanidad. Ponerse en sus zapatos de inmediato piensas que la vejez es una antipatía hagas lo que hagas, entonces haces y no vale qué vayas a inventar porque renovar es un derecho y un deber pero tiene riesgos sino asumes que es peligroso. Allí conseguimos un temario delicado. El vocablo decano se ajusta para quien monta escaleras con sandalias plásticas a los noventa años o intenta bajar de piso por la escalinata del edificio con un carro repleto de compras. Hay que estar de capirote o perinola por no decir de metra, o más perdido que el hijo de Lindbergh como pauta por excelencia del extravío cognitivo, y es decir mucho, si se contrasta desde perdidas dictaduras Caribes donde hay Caribe-adores armados a granel, y chiflados con rolo como para regalar, todo aquello sin entrometer al déspota enloquecido por el poder.
Por su carácter distraído, Mamá era toda una dificultad. Entre las más sonadas lesiones destacaré las causadas por pifias o costes físico-económicos. Pauta escaleras abajo, anótese, tuvo triple des-madre. Esa vez decidió por su cuenta marcharse a la quincalla desde el portón del inmueble cuando aún tenía llave, sabiendo dónde quedaba la tienda china en la que vendían dulcito, su némesis. Al venir de la andanza furtiva (sabían en la franja de la doña que iba por filón dulce) se fue al suelo volándose el tren anterior quedando sin frontispicio dental que desbarató solo a días de tener la cita con su dentista, implicando un gasto extra para el que cargaba la obligación de la sangría pecuniaria, que casi siempre o siempre, era el buen mecenas de mi hermano Nell.
En orden sucesivo, el segundo tumbo lo obtuvo un mes después de la voladura de la prótesis bucal. Se presentó al tratar de bajar un carrito de compras del supermercado desde un piso al inmediato siguiente al que por supuesto nunca llegó en una sola pieza. Estábamos en la playa como de costumbre en los deslices tórridos de fin de semana insular, culto infaltable. De pronto, como pasa lo inesperado, suena el celular y preguntan por un familiar de doña Carmen. Resulta, dice la voz de un vecino del edificio que su Mamá rodó escalera abajo y se dobló la articulación, expresó con real preocupación…Cómo así, dónde está, repiqué. Fueron pesquisas de rigor por mala cruz ante lo inesperado y lo alejado que permanecíamos. Terciar se hizo axioma de orden más que una causalidad, una normativa más que contingencia, sentido común más que instinto de supervivencia…
No tardamos en llegar y tampoco en sentirnos inútiles y como de costumbre la chequera que dio a luz ¿A que no adivinan de quién fue? Lo nada atractivo pasó cuando hubo que reducirle el brazo colocándolo en su lugar. Había que realizarlo sin anestesia, trance doloroso pues usar anestésico para algo como aquello, no era recomendado por ningún especialista respetable. A todas estas, Nell llegó a la sala de emergencia donde Mamá se quejaba del dolor con justicia. Mi querido hermano apenas vio a su Mamá, se le bajó la tensión en el acto y fue a dar abollado (igual que la chequera) a un cuartico contiguo donde midieron su tensión arterial que había descendido a punto de desvanecimiento. El pobre Nell, del tiro, se puso color de sábana de Wimbledon.
Mamá afianzó con tres strikes como en Bowling. El trío, si lo vemos así, ha venido ocurriendo con buena puntualidad y volvió a reaparecer. La tercera es la vencida. Carmen subió por la escala frente al trío de secciones del clóset, todo éste de romanilla en madero de guayacán, para su liturgia de desacomodar cualquier esfera de orden que mire. Miró arriba en el top y estaba difícil llegar. Error. No supo en qué momento largó la cara contra el piso, no sin antes llevarse la percha que supongo la salvó de quedar desfigurada o incluso morir.
El porrazo fue tan recio que un ¡ay! sofocó de ipso facto. Tomó un minuto desde el cuarto pensar que Mamá quizá se había desmayado. Hubo dos Mississippi entre la caída y el mutis infausto. La lidia al área fue de peritaje fotográfico de al menos tres escenas. Uno: palmó y es mi culpa. Dos: No falleció pero quedó tuerta y tengo la culpa. Tres: quedó autista y no hay a quien culpar. Me horroricé. Al fin alcancé el cuarto sin pulso. Sentí caerme del susto. Mamá yacía lívida a lo largo de un perchero mudo que la abrazaba a la existencia. La alcé como un muñeco pequeño hecho de huesos y piel. Aprecié su fragilidad, y de pronto, Mamá fue toda la mía, ¡ay me caí! apuntó, y la abracé como pude y hablé positivo ¡no pasa nada, no te preocupes, estoy aquí! y dentro supe que así sería hasta el último de mis días, de todos sus días, de todos los días de todos los tiempos.
Otra conducta que hacía enfadar era su porfía. Solo por citar la más emblemática tozudez trataba del cuadro del destacado acuarelista Tomás Golding dedicado a Peppino y Carmen. Lo desmontaba colocándolo en el Pantrys y la vez que la notaba hacerlo averigüé el por qué del lugar y el motivo de esa muda inadvertida, improbable de concebir por personas con memoria. Sorpresiva arguyó: tengo que ponerlo para entregárselo a Peppino. Para variar, su desparpajo me dejaba atónito. Se hizo una rutina y toda su rutina era otra rutina para mí. Sumar rutina estaba a la orden del momento. Un día empecé a calcular cómo evitar que repitiera lo mismo tantas veces. No hubo formas de progresar en el particular. Entraba mil veces a la cocina, abría la nevera y el congelador muchas veces, y se lavaba las manos en cada oportunidad, hasta que dedos eran como uvas pasas.
Computar fue infecundo. Allá ingresaba champú, papel toilette, cepillo de dientes y jabón. El pliego trataba de esconderlo pues lo gastaba hasta extinguir su papel vital y lo colocaba siempre en su lugar. El cepillo dental se ahogaba brocha abajo, y el jabón raptado como el champú, nunca volvían del exilio en el que Carmen sometía mi campaña de higiene. Trapear el piso me pesó desde que las numeraba tantas veces al día. Palpaba el calentador en vez de leer la temperatura del termómetro y lo revisaba tantas veces como iba a la cocina a andar el coto de caza. Hornos y microonda recibían cateo regular. Tender cama podía estar entre las repeticiones más compulsivas lo mismo que el closet, las gavetas, santuarios y nichos religiosos. Lo único que sorpresivamente no cambiaba nunca, o casi nunca, era el perchero de metal, con la que salvaguardó el pellejo. El mecenas que abrazó sin petición y la trajo de vuelta a la autocracia que circunda su entorno de desparramos e imprevisiones, y de la propia satrapía de su terruño natal. El colofón fue como un día en canoa.
En orden de facultativos, el otorrino halló la desviación de un cornete que producía un tecnicismo médico conocido como goteo pos-nasal; y al anestesista que luego fueron dos, su Odontólogo Eustiquio y una anestesista Dra. Palacio (isleña de mediana edad, esa atractiva Guaiquerí, exquisita como comer con la mano) toparon con el nervio preciso. El golpazo a la cara activó las molestias con el nervio Trigémino causante de la conocida “enfermedad del suicidio”; datos de la OMS aludían de dolor tan insoportable, que el afligido se quitaba la vida muchas veces. Nada enseñaba tanto al mortal como colorearse en lo irremediable.
La madurez es inexorable pero la muerte siempre es definitiva, y bajo esa óptica, operar la agitación suscitó una ruta indeseada y al mismo tiempo, ineludible. La memoria de Mamá o sea la mía, era un aparador en esbozos separados donde lo amputado rodeaba un horror de Joseph Conrad. Múltiples ejemplos de aquello debían señalarse en puro desorden. A mí se me ocurrió pensar el asunto del clóset, como caso kafkiano: una metamorfosis entre telares. El insecto sería Mamá que se transformaba sobre la ropa y cambiaba de lugar sin orden o quizá siguiendo la ley del desorden que la atrapaba al axón y la neurona en placa amiloidea, dicen los doctos, causando un orden desordenado como el asunto del agua de la que no hubo forma de secar la tarea. Mojar era como regar la vida; un mar esencial donde se acusaba lo vital.
Oparín tendría que hablar del origen de la vida, de caldos prebióticos, coacervados de membrana que aisló del medio dejando un citoplasma que permitió síntesis de proteínas y el material genético del ARN y ADN, y los cromosomas, de la génesis, y la reproducción sexual, del gen para la evolución y la biodiversidad, de la darwiniana teoría de la selección natural (facto natura) y por supuesto del indomable ambiente con su acomodo en la biocenosis, en el nicho ecológico y en la trama trófica de todo ecosistema natural único.
Las gavetas sufrieron mágica transmutación. Los collares eran lágrimas sobre un retablo. Mañana el acompañante del portavasos y pasado mañana un arreglo lucido sobre un panamá de ramas. La pantaletas (que suena como si estuvieran guindadas en la claraboya), eran una prueba a todas luces de la merma cognitiva de Carmen. Una madre escrupulosa no lavaría pantaletas en el lavamanos. Despropósito de higiene y profilaxis, si sabes que las bacterias fecales-coliformes son las infecciosas más peligrosas para el ser humano, las que se determinan para garantizar la potabilidad del líquido a través de la normas de calidad del agua para consumo humano. Volvemos al principio del riesgo que entraña para sí mismo el afectado de la memoria inmediata. Si me atreviera alzar alguna sugerencia para el instante, sería que la atención fuese inclusiva para toda la familia y distribuida mejor para que el entorno, el responsable directo y la enferma no se afecten tanto pues a menudo el cuidador empeora más que el enfermo. En el Manual de Harvard para la Memoria y el de la Fundación Alzheimer de Nueva Esparta, (la mejor de las seccionales), se aprende y advierte todo esto que apunto.
Desde ese plano basábamos el simulacro para probar algo del pentagrama de memoria del Dr. Ordaz y completar con la acción central del grupo familiar. Es básico mencionar el I Simposio sobre Alzheimer que realizó la Fundación en la Universidad de Sigo, a fin de divulgar información apremiante en el asunto que apuntaba a pandemia. Nell nos llevó al lugar diligente, pero nada de quedarse viendo. Eso me lo dejaba a mí y yo entendía. No podría aunque quisiera. Nell tenía como ninguno de nosotros que parir mucho de lo que sería la logística. Anexarle más con lo nervioso, era mucho pedirle. Nell no tenía paciencia para cosas que uno tenía que hacer porque sí. Pero lo que no puede ponerse a juicio era su garantía, apoyo económico y preocupación legítima por el respaldo familiar. Siempre le requerí presencia para Mamá igual que a Charlie pero las cosas no eran sencillas y tenían sus razones para aportar como pudiesen dada la circunstancia de urgencia propia y de la calamidad periférica por esa procedencia sociopolítica que de veras, seguían siendo como para el olvido.
Un paciente cognitivo es en esencia, huérfano y como un ciego, necesitaría un pastor alemán. Aspiro que el relato eleve el discurso e invoque al que faena con un enfermo. Nada podía ser más relevante que estar pendiente del enfermo pues una vez que zarpa, cualquier intento de recuerdo será puro silencio y esa memoria áspera y sentida que se obtiene por amor a la madre, aunque lo que antipatice sea la responsabilidad asignada a cada quien en la familia con su capricho contínuo y su repartimiento desigual. La rutina diaria, desde que se levantaba hasta que se acostaba era un azar iterado de lo mismo. Un pasaje sin memorias que tan pronto venía llevaba a quien lo traía para no volver jamás. Bajaba y subía el telón, y la obra seguía siendo la misma barca salvando el río del olvido aunque nunca rompiera aguas abajo por la misma corriente de aguas congeladas…
Mamá tenía anormal bajel y pilotaba sin compás ni bitácora, ni viento o velamen y en aguas picadas. Solía perderse en su laguna Estigia donde Caronte emprendía clandestinamente su rumbo cruel. El iceberg se agrandaba sin ralentizarse desde nuestra inadvertida paciente cognitiva hasta toda su descuidada indiscreción.
Marcantonio Faillace Carreño