Nunca se supo cuándo y quién talló al Nazareno que cada Miércoles
Santo con tanta devoción sigue la feligresía caraqueña, sí se sabe que
el 4 de julio de 1674 el obispo fray González de Acuña consagró esa
imagen desde antes venerada en la iglesia erigida en honor a San Pablo
Ermitaño que Guzmán Blanco ordenó tumbar para construir el teatro
municipal que bautizaría con su nombre.
Muy bien respondidas están las interrogantes en el libro “El Jesús
Nazareno de la desaparecida iglesia de San Pablo”, del crítico de arte
y restaurador del Museo de Bellas Artes, Carlos Duarte, quien recorrió
en forma exhaustiva todas las fuentes, desde los más antiguos libros
de bautismos y por una serie de detalles llegó a la conclusión que fue
tallada en España debido a que la madera utilizada era de Flandes, “lo
que de hecho descarta la posibilidad de que la obra fuera realizada en
América y menos en la provincia de Venezuela donde toda la imaginería
fue elaborada en cedro amargo”.
Esto echó por tierra muchas creencias sobre el origen de la obra
atribuida por algunos a un anónimo tallista criollo y otros al
escultor canario residente en Carayaca Juan Cristian Molinero y hasta
se dijo que cuando terminó la obra, al detenerse a admirarla, una voz
salida de la imagen preguntó: “¿Dónde me viste, que me hiciste tan
perfecto?” y el artista impresionado cayó al suelo y murió.
Lo cierto es que el 13 de noviembre de 1516 por Real Cédula se
ordenaba a la Casa de Contratación de las Indias proveer a iglesias y
conventos del Nuevo Mundo de numerosas obras para suplir las
necesidades del culto evangelizador, y como pudiéramos decir ahora, se
abría un gran mercado a tallistas e imagineros y reseña Duarte algunos
de los más sobresalientes envíos por encargo de “los reinos de
España”, testimonio de lo mucho llegado a estos lados en aquel siglo.
Asegura el crítico que en algún galeón español debió arribar a La
Guaira esta talla del Nazareno que denota la influencia de los
talleres sevillanos que trabajaban bajo la égida del famoso escultor
Juan Martínez Montañés, quien había hecho en 1601 cinco retablos de
madera tallada con esculturas estofadas y doradas para los conventos
franciscanos de Venezuela y en 1607 se le ordenaron tres más para los
frailes dominicos.
Conocedor profundo, Duarte señala que el estilo del Nazareno dista en
relación al de Martínez Montañés y la ejecución de la cara, por
ejemplo, muestra una simplificación de formas que el artista no
hubiera aceptado, como la solución de los cabellos y la barba, así
como las facciones del rostro.
“Las manos, llenas de vida, son quizás más expresivas que el rostro,
pero guardan la misma relación de sencillez de las formas. En general,
su factura es más blanda y amable, la que recuerda más bien la manera
de trabajar de Felipe Ribas (1609-1648), compañero de Alonso Cano y
hermano de los tallistas Francisco Dionisio y Gaspar de Ribas”, cuyo
taller superaba en actividad al de Martínez y donde laboraban, como se
acostumbraba, anónimos aprendices que colaboraban con los escultores.
Reconoce que “la identificación del autor de la pieza siempre será
difícil de resolver, por la afinidad que presenta nuestro Nazareno con
las obras de Ribas, nada raro tendría que hubiese salido de algún
taller de ese círculo”.
El limonero del Señor
La primera vez que el Nazareno de San Pablo fue sacado en procesión
por una epidemia mortal ocurrió en 1697, cuando Caracas fue azotada
por una epidemia conocida como la peste del “vómito negro”, que causó
muchas víctimas fatales.
A petición de los feligreses el maestre de campo Francisco Berroterán
junto al obispo y algunos ediles convocaron a una procesión con el
Nazareno de San Pablo para rogarle el cese de la epidemia en la
ciudad.
La imagen salió en hombros de la feligresía de la capilla de San Pablo
Ermitaño y peregrinó por las calles de la pequeña población y al
llegar a la esquina de Miracielos tropezó con una rama de un árbol de
limón que sobresalía por encima de una tapia y desgranó los limones de
un racimo que cayeron al suelo. ¡Milagro, milagro!, gritaban los
devotos al tiempo de recogerlos. Al llegar a sus casas tomaron jugo de
limón y según la tradición oral, los enfermos sanaron y la epidemia
cesó. Mucho tiempo después el poeta Andrés Eloy Blanco, en reclamo por
la desaparición de aquel árbol, escribió su poema El limonero del
señor.
Juan José Peralta