A veces tenemos que perdernos o encontrarnos en el espacio de nuestra historia. Yo, tu, él, nosotros, todos formamos parte de la historia que marcó nuestros caminos y que jamás olvidaremos.
Es ese instante en que nos viene a la mente la época gloriosa cuya historia y tradiciones quedaron borradas y que nosotros hijos de estás tierras nos negamos a sepultar en el olvido.
Cuando pisamos la tierra madre nos saludan sus hojas de verde profundo y semillas que se lleva el viento por el roto tragaluz del tiempo.
El amor a la patria no lo suplanta nadie ni nada. Amor llama tenaz, ingenita escondida que todo lo arrasa o lo eleva, es alegría, dolor, vida, es palabra que duele, evoca y alegra, es el sentimiento que en el espacio del corazón como el esplendor del día ocupan patria, madre e hijos.
Solos van quedando los caminos de nuestro ancestro el indio que hoy hurga la nostalgia en mi memoria. Se quedaron mudos los cantos que chorreaban arcilla, musgos y humaredas. De la evocación llegan a mí sus ecos melancólicos, atrás quedaron sus lanzas, sus oráculos, el noble perro y también las manos toscas de aquellos con los que se iba de cacería. En la colina hacen eco los gritos del indio y ladridos de aquellos fieles animales, amigos eternos y seguros compañeros del hombre de ayer y de hoy. Son evocaciones que estremecen cuando las voces de la brisa errante nos trae al corazón sus imágenes de vez en cuando.
Hoy desde el fondo del recuerdo por casualidad llegan a mí las notas de aquella canción «Vasija de barro» cuya letra hace que brote del fondo del alma un largo suspiro que se alarga sin fin sobre mi pecho: «Yo quiero que a mí me entierren como a mis antepasados en el vientre oscuro y fresco de una vasija de barro. Arcilla cocida y dura, sombra de verdes collados, barro y sangre de hombres, sol de mis antepasados. De ti nací y a ti vuelvo arcilla vaso de barro. Con mi muerte yazgo en tu polvo enamorado»
La tierra en que nacimos tiene vida propia, se nutre de las manos que acarician su vientre, suturan sus heridas, la cultivan, la riegan y cuidan con esmero.
La mezcla de dos sangres en una, desembocaron en la pérdida originaria de nuestra identidad aborigen.
Hija soy del español y del indio, pero es el indio hacia el que me inclino, indio que no morirá mientras en la sangre me quede un rasgo de él, habite en mi piel, en mi corazón y en cada espacio de mi cuerpo y mi espíritu.
Vengo del indio pacífico, igual soy heredera de su coraje que brota enardecido cuando me pinchan el alma los recuerdos de la esclavitud y la opresión.
Llevo en mis venas la valentía del conquistador y la bravura del indio que hoy como ayer se resiste a perder su libertad y se opone a la invasión de su casa y propiedades pagadas con sudor, esfuerzo y sacrificios.
Los ancestros me enseñaron a amar la tierra, a honrarla y defenderla, aprendí a moldear el barro a dibujar con sentimiento y hacer eterno el cielo del amor por la nacencia.
Ya no está el indio, tampoco nuestros héroes de ayer, pero tenemos sus almas grabadas en las nuestras. Desde muy pequeños aprendimos que la gloria no se escribe sobre pizarra frágil. Somos bardos peregrinos de lo que el corazón de nuestros indios cantaban.
Repaso la historia de los olvidados caminos del indio, para que nadie olvide la sangre aborigen que corre por nuestras venas.
Apunta la aguja que marca el tiempo. Volverá la bravura del indio a defender su libertad que ha caído en las manos de la nueva tiranía.
Amanda Niño de Victoria