Editorial: ¿Sucesor?

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El país quedó impactado ya avanzada la noche del sábado, con la confesión que hiciera el presidente Hugo Chávez, en forma descarnada, como nunca antes, y en cadena de radio y televisión, sobre la vulnerabilidad de su estado de salud, y, por consiguiente, en torno al propio destino de su legado político.

De manera que de un sentimiento de desánimo generalizado, en la búsqueda de evasiones, hemos pasado, de improviso, a uno de incertidumbre, de shock, puestos de cara a una realidad social que a todos, por una u otra razón, nos cuesta concebir.

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En este periódico no haremos conjeturas. No por miedo, sino por respeto a los lectores. No nos corresponde elucubrar, a partir de supuestos. Pero es obligante, eso sí, llamar la atención, con absoluta responsabilidad, en lo tocante a la madurez institucional, política y ciudadana, que demanda el acto de abordar un tema de semejante trascendencia, inédito en más de 50 años de democracia, y el cual, incluso, si se maneja con torpeza y escaso apego a la legalidad, pudiera afectar en los tiempos venideros, para nuestro perjuicio, la inapreciable paz de la nación.

Cobra vida la frase acuñada por Eleazar López Contreras, encargado de la Presidencia, primero, a la muerte de Juan Vicente Gómez, en 1935, y titular del cargo, un año después. Cuando pretendía deslindarse del carácter autoritario de su predecesor, sofocar las rebeliones instigadas por la familia del “bagre” y encarar la primera huelga petrolera, López Contreras clamó por calma y cordura.

Es decir, nada de imprudencias, de saltos al vacío. También ahora se impone evitar por todos los medios lícitos posibles que el desenlace de la espinosa situación planteada desborde las reglas de la democracia. Los venezolanos no podemos permitir que se vea violentada la norma de convivencia históricamente inserta en el espíritu de la Constitución, desde los cimientos de la propia República.

El secretismo oficial, y las medias verdades, tendencias, en suma, probadamente nocivas, y más aún cuando provienen de la vocería del Estado, nos han traído hasta acá, hasta el punto de elegir a un Presidente a quien ya se sabía enfermo, en trances de renunciar un mes antes de asumir las riendas del poder para un cuarto período. A lo largo de este lapso, convulso por lo demás, el mandatario, que se esmeró siempre en concentrar todo el poder en sus manos, hasta proyectarse como una especie de deidad imprescindible, ha acabado por descuidar sus funciones. Es un hecho irrefutable. Seguidores y adversarios presentían que en los fragores de la campaña electoral del 7 de octubre, en la agónica pasión que le imprimió a esa justa, se jugaba, literalmente, la vida. La suya, así como la de su revolución, porque ambas, quiérase o no, están indefectiblemente enlazadas.

Cuanto corresponda hacer en lo sucesivo está escrito en la Constitución. Dentro de ella todo, fuera de ella nada, solía repetirse machaconamente desde los predios del oficialismo. Así es, en efecto. La salida no puede ser la que surja de despejar atajos. Ni podrá ser, tampoco, dictada desde Cuba ni en ningún otro escenario foráneo.

 

Es un asunto que nos toca decidir a los venezolanos, con voluntad soberana. La figura del “sucesor” no existe. Es írrita. Infame. Inaceptable. El hondo pesar que a los venezolanos, en su inmensa mayoría cristianos, embarga ante la enfermedad del Presidente, no es óbice para perder de vista que no estamos bajo un régimen monárquico. Aquí no hay lugar para las testas coronadas. Además, de Gómez nos separan casi 80 años, y más de un siglo del desplante autocrático y personalista de Antonio Guzmán Blanco. En una democracia verdadera nadie tiene derecho a escoger quién lo habrá de sustituir, según sus palabras, “si se presenta alguna circunstancia que lo inhabilite”.

Las fuerzas democráticas del país están urgidas de organizarse, por fin, no para sacar provecho a una desgraciada coyuntura, sino para encarar una realidad concreta, tajante, grave. Es, asimismo, otra ocasión que se abre a quienes violan la ley por obediencia. A los que tienen la elevada competencia de administrar justicia, sin interferencias ni mediatizaciones vergonzosas.

El papel del actual vicepresidente, Nicolás Maduro, se reduce a suplir al mandatario hasta el 10 de enero, fecha en que expira el período presidencial. En caso de producirse una ausencia absoluta antes de ese día, el presidente de la Asamblea Nacional tendrá que asumir la Presidencia de la República y convocar a nuevas elecciones en el término de 30 días. Y si la falta absoluta se registra en los primeros cuatro años del ejercicio del Presidente ya electo, asumirá el vicepresidente, con el encargo de llamar a elecciones.

Sin príncipes herederos a la vista, una tarea que se impone es salirle al paso a todo intento por sembrar la anarquía, el florecimiento de odios y fanatismos. Es una etapa que debemos superar. Una excusa pertinente a la hora de recobrar la sindéresis. Porque para colocarlo en boca de Simón Bolívar, irrefutable bajo la revolución, “si un hombre fuese necesario para sostener un Estado, ese Estado no debería existir”.

 

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