El desempeño de Evo Morales en los recientes comicios presidenciales de Bolivia trae a cuento aquel postulado de la economía neoclásica según el cual a casi ninguno de los agentes económicos les agrada competir y cuánto más cierto se vuelve al extrapolarlo a la política. Para no competir y retener el poder político que acumulaba desde el 2006, Evo Morales, no contento con doblegar las reglas constitucionales y electorales circunvalando, con dudosas acciones judiciales, el referendo que en 2016 le prohibió reelegirse, tuvo el descaro de autoproclamarse vencedor en primera vuelta en medio de graves acusaciones de fraude.
Como ha reseñado ampliamente la prensa, dentro de las más graves irregularidades recogidas por el informe de auditoría de la OEA -solicitado por el propio Morales- estuvieron el apagón del sistema de transmisión de resultados cuando este anticipaba una segunda vuelta electoral, situación que sirvió para concederle ventaja a Morales tras la reposición del recuento, así como la derivación de datos electrónicos a un servidor externo no previsto e irregularidades en el recuento. El informe además, habla de actas impresas con alteraciones y firmas falsas, y de evidencia de irregularidades y manipulación en 78 de los 333 recuentos evaluados.
Luego de la renuncia de Morales se escucharon advertencias provenientes de variados e importantes actores políticos acerca de la delicadísima situación institucional a la que se enfrentaba el país, ya que, por una parte, los representantes de los órganos llamados a asumir la presidencia interina del Estado hasta los próximos comicios, a saber, los presidentes del Senado y la cámara de diputados, también habían dimitido y, por la otra, Luis Fernando Camacho, a la sazón dirigente de los comités cívicos y líder de la protesta social, había propuesto la formación de una junta de gobierno con el alto mando militar y policial: una fórmula que antes de pronunciarse ya provocaba sospechas de golpe de Estado.
Solo quedaba en pie la autoridad de Jeanine Añez, quien por ley ocupaba la segunda vicepresidencia del Senado –reservada siempre a parlamentarios de oposición- y que, vista las renuncias de los cargos del MAS, se suponía llamada a suplir la vacante del más alto cargo del parlamento. Sin embargo, el obstáculo para el nombramiento de Añez como sucesora del presidente del Senado y, por consiguiente, del presidente de la República, era la falta de disposición de los dos tercios de las cámaras de acudir a las sesiones de recomposición de la directiva del Congreso y de acuerdo de la sucesión presidencial.
Esto lo terminó resolviendo el Tribunal Constitucional boliviano, quien confirmó a Jeanine Añez en el cargo de presidente de la República afirmando que en el caso en que éste último estuviese vacante, no hacía falta ley ni resolución parlamentaria para que la sucesión se produjese y que, vistos los hechos planteados, la sucesión debía resolverse de conformidad con el principio de continuidad, es decir, tomando en consideración que el funcionamiento del Poder ejecutivo no debía verse nunca suspendido.
¿Pero resolvió el fondo de la delicada situación institucional esta decisión del Constitucional boliviano? Creemos que no. Los retos de pacificación y llamado a elecciones libres planteados por esta presidencia interina siguen intactos. De hecho, el caso es que Añez recibió el cargo sin el apoyo mayoritario del Congreso y hay analistas advirtiendo que la falta de consideración de la renuncia presidencial en el pleno del Parlamento y la ausencia de un debate sobre la recomposición de las directivas de las cámaras son hechos sin precedente en la vida institucional boliviana. Asimismo, el seno parlamentario pareciera el lugar más idóneo para discutir el adelanto de comicios. ¿Sin quorum ni mayorías parlamentarias cómo podrá seguirse avanzando con paz y estabilidad?
La situación de Bolivia es reflejo del negativo grado de polarización política de la región que, si se quiere superar, requiere -al menos- altos grados de reflexión sobre tres grandes temas. El primero es la necesidad de reconocernos mutuamente. A fin de cuentas, nuestro mutuo reconocimiento como personas y respeto hacia nuestras identidades políticas no solo son la base del desarrollo de la personalidad y de la seguridad en una sociedad, sino que forman parte de las necesidades básicas y valores fundamentales que nos definen como individuos y que, como tales, no pueden ser reprimidos, renunciados ni negociados. Podemos negociar nuestros intereses, pero no nuestras necesidades humanas profundas.
Lamentablemente, el discurso político latinoamericano de los últimos 20 años ha tenido predilección por el populismo, una arenga construida sobre el alegato de que la construcción de mayorías políticas debe hacerse en función de la división de la sociedad entre buenos y malos, ricos y pobres, empleadores y empleados, nacionales y extranjeros, y no sobre la construcción de valores e intereses de grupo. Aunque es cierto que no somos iguales y que son nuestras diferencias las que justifican la existencia de los partidos, es cierto también que todos somos ciudadanos y que deberíamos vivir equiparados en nuestros derechos fundamentales, esa categoría de la libertad a la que no pueden llegar ni la división ni los discursos de odio, porque la ciudadanía nos homologa en dignidad. Allí no puede haber división, en la dignidad solo pueden existir diferencias dentro del reconocimiento mutuo.
Lo segundo es que la región necesita de grandes dosis de liberalismo político. El ejercicio de nuestros derechos políticos, específicamente nuestro derecho a elegir, tiene que ir acompañado de una gran conciencia de que, tanto o más importante que escoger al presidente de la República, lo será decidir cómo serán conformados el poder judicial y el parlamento y el grado en que éstos poderes públicos serán capaces de ponerse límites entre sí y limitar al poder ejecutivo. La intervención de las FFAA bolivianas en la crisis vigente no hubiese sido necesaria si, por ejemplo, los poderes públicos hubiesen sido capaces de defender la voluntad popular de impedir la reelección de Morales, expresada en el referendo de 2016. A la fiebre hiperpresidencialista debe oponérsele, al menos culturalmente en las primeras de cambio, una fiebre porque los poderes judicial y legislativo ganen en respeto, poder e importancia.
En tercer y último lugar, la región necesita aumentar una cultura institucional de respeto a la Constitución y en general a las normas. En el fondo, el hiperpresidencialismo y la debilidad por los líderes fuertes y carismáticos alojados en un Ejecutivo sobresaliente y sin contrapesos, es también reflejo de una tendencia de irrespeto e irrelevancia hacia las normas que durante las últimas dos décadas creció al amparo del llamado por algunos «nuevo constitucionalismo». Me refiero a ese constitucionalismo de segunda que, como coartada para burlar la separación de poderes, intentó introducir el concepto de «supraconstitucionalidad», por medio del cual era posible ubicar a ciertos órganos de las asambleas constituyentes estratégicamente escogidos por encima de la Constitución, y concentrar en éstos todas las funciones de todos los poderes públicos, eliminando los controles y el Estado de Derecho.
La razón por la cual la supraconstitucionalidad no existe es que la Constitución es la norma llamada a establecer el catálogo de DDHH de todo ciudadano y las garantías necesarias para proteger estos derechos. Y nada, absolutamente nada en un Estado de derecho puede estar por encima de los derechos humanos ni hacer imposible su protección. En fin, son variados y urgentes los asuntos a ser resueltos en la región. Y cada uno de ellos exige nuestro compromiso perseverante.
Héctor J. Pantoja Pérez-Limardo