Está encerrado en su casa, casi a cuatro llaves. Desde la ventana el estrépito de las cacerolas lo estremece y las consignas desgañitadas, frenéticas y exaltadas parecen perpetuas. Dos años en Chile y jamás imaginó repetir los mismos descalabros e inestabilidades ya polvorientos en su memoria. Se grita mil veces que Venezuela vivió lo mismo, mientras los memes en las redes sociales parecen hacer mofa de esta realidad perturbadora.
Los primeros días los saqueos fueron interminables. Santiago parecía una ciudad saturada por una guerra de bandos desconcertados. Más de cuarenta estaciones del metro calcinadas y una turbamulta sin niveles de moderación. Supermercados enteros devastados y una batalla fraguada en las calles, que los carabineros confundidos no daban abasto para menguar una acción insospechada.
Para el chileno común ha llegado el gran día para expresar su necesidad indómita por un cambio. Para nosotros es el temor de ver fraguarse el mismo modelo y las mismas razones para complicarlo todo.
Maduro perdió el recato nuevamente y habló de un plan perfecto, cuyas metas propuestas en el Foro de Sao Paulo, reunido hace unos meses, se han ido cumpliendo. Cabello espetó lo mismo, mencionado a los países donde estaría sembrando la discordia. ¿Tienen acaso sus grupos de tareas como en el pasado? ¿Resulta fácil llamear el conflicto en el país austral? Lo han llamado la contraofensiva de América Latina.
Posiblemente sí han llegado a Ecuador, Perú, Chile, Colombia y Brasil, puñados y puñados de extranjeros, excarcelados, diseminados en esa parte del hemisferio, con prontuarios borrados y documentación falsa. Muchos venezolanos estamos convencidos de este tipo de maniobras y, posiblemente, las manifestaciones violentas y desatadas sin recato, no han sido tan espontáneas.
Lo cierto es que más allá del detonante, existe una brecha social en Chile incuestionable. La desigualdad económica es abismal. Pese a tener unos índices de pobreza de apenas ocho por ciento -segundo más bajo de Latinoamérica-, existe un salario mínimo incompleto, desproporcionado e incapaz de sustentar el presupuesto total de una familia.
Chile está sostenido por un sistema tope, por sus exacerbaciones en el capitalismo. No fue solo el aumento del pasaje del metro el que puso a la población en desorden emocional, más allá de ser uno de los sistemas de transporte más costosos del mundo y capaz de llevarse el 30 por ciento de la mensualidad.
También existen amores inciertos por el consumo. Hasta las conciencias están en vitrina y tienen un precio en rebaja. Los establecimientos compiten por encantar, sobrepasando los mismos niveles de entendimiento. Por eso el ciudadano vive endeudado, ahogado por sus facturas y sin resultado providencial para salir airoso al final de mes.
Es innegables que las cifras macroeconómicas parecieran generar un chasquido triunfante. El crecimiento es de 2,5 por ciento, sin hablar de un ingreso per cápita de 20,000 USD. Pero el sistema de salud público es frágil y poco eficiente, manejado por letras de niveles de ingreso para el cobro. La educación superior es elitista. Por ser tan elevada, la clase media deben recurrir a préstamos bancarios, quedando con una deuda enorme a pagar por décadas.
El arriendo mensual de un departamento puede sobrepasar el salario mínimo. Los costos de las viviendas han subido en los últimos tiempos en 150 por ciento. Por eso estamos ante una Chile que vive del crédito y la deuda, paradigmática, con sus cabos sueltos y sus acrobacias para acomodar un buen estilo de vida.
El grito desmesurado son las AFP. Las pensiones son tan bajas y desproporcionadas a la realidad, que no ofrecen a la vejez ni una tercera parte del mínimo, por lo cual el anciano debe continuar trabajando para no vivir en la precariedad.
El gobierno del presidente Piñera las está pasando canutas. Las manifestaciones abrumadoras son ciertas, concurriendo a diario miles de ciudadanos en las plazas Italia y Ñuñoa, así como en diferentes espacios públicos de la capital y en otras provincias del país.
En la nación de la cueca se vive un hervidero de reclamos. Se mezclan los pacíficos atisbando cacerolas, pancartas ingeniosas, bailes de calle y hasta nudistas pintorescos -que no han tenido otra ocurrencia que quitarse la ropa en plena vía pública-, con una delincuencia desatada para allanar los bienes particulares y las cadenas de supermercados más grandes de la nación.
Por eso Piñera se vio en la tarea de decretar un toque de queda, que ha ido disminuyendo en la medida que se reducen los actos vandálicos. Él es un hombre de empresa. Estos últimos dos años no les han resultado sus planes y ha nadado en unas aguas infestadas de expectativas que no ha podido solventar.
Le tocó arriar con un problema social difícil de resolver de buenas a primeras. Se le ve con el rostro distorsionado y altamente confundido. Su discurso no complace y debe apresurar un anuncio más convincente, tal vez, arriesgar más para no perder el cargo y no quedar su gobierno reducido a cenizas.
Una de las primeras medidas es destituir a un manojo de ministros irrespetuosos y poco sutiles. La otra necesaria es iniciar una transición para que el seguro social no esté en manos privadas o, en todo caso, generar otras alternativas. Parte de la economía chilena se sustenta por el sistema de pensiones, por lo cual los gobiernos anteriores tampoco lograron resolver este difícil rompecabezas social.
Mientras, los venezolanos se hallan de espanto y brinco, con una sensación de catástrofe y los ánimos contrariados, al volver a experimentar las intensas colas para adquirir los alimentos. Se abstienen de opinar y de no inmiscuirse en este ideograma convulso. Lo duro es ver espejismos del pasado y ansiar una isla recóndita donde esconderse.
Las protestas van más allá de izquierda o de derecha. Las verdaderas son pacíficas y sostenidas. Pero es menester evitar el oportunismo de quienes saben infringir en la ansiedad y desencadenar tormentas. Venezuela perdió la república por una constituyente en la que el régimen asumió todos los poderes. Hoy Chile debe prevaler prevenido para no extraviar su gran país, por unos cambios sociales necesarios, pero que no deben ser extremos.
La patria de Bolívar se tomó su cuchara amarga de revolución. La nación del gran Gatica debe disminuir su brecha, pero con cabeza pensante y sabiendo que el modelo venezolano acabó con su propio porvenir.
José Luis Zambrano Padauy
@Joseluis5571