Finalizando el siglo XVI, fuimos colonizados tras la llegada de los españoles a América. Nuestra raza originaria era indígena, denominada en otros contextos políticos sociales como aborígenes. En ningún espacio territorial “descubierto” por las colonias europeas, había indígenas de raza aria, blancos ni caucásicos, al menos no en lo que respecta a América del Sur.
Poco a poco, con el avance del colonialismo español y de otras colonias que se fueron desplazando hacia este continente, como portugueses (Brasil) e italianos (Argentina), se fueron mestizando nuestros pueblos. Al final, se diluyeron los orígenes y fuimos la deshonra del sueño hitleriano. Hoy por hoy, negros, blancos, criollos e indígenas cohabitan entremezclados en distintas sociedades, sin distingos ni exclusiones.
De la misma manera se ha ido desarrollando la población de nuestro país el cual, a mediados del siglo XX, tuvo el agrado de darle acogida a extranjeros de distintas nacionalidades que huían de la violencia, la guerra y de las circunstancias sociales insoportables que se vivían en sus territorios. Desde entonces, Venezuela ha estado conformada por españoles, árabes, italianos, colombianos, chilenos, peruanos y todos aquellos que tuvieron que salir de su tierra buscando esperanza.
A pesar de las guerras independentistas y los estragos descolonizadores, las naciones pertenecientes a América del Sur lograron, paulatinamente, estrechar lazos de hermandad entre ellas que les permitieron el desarrollo como región. Las alianzas entre dichas naciones fueron pieza fundamental para trabajar entre sí por el desarrollo socio-económico de todas y cada una de ellas. Los pueblos estaban llamados a trabajar unidos para superar cualquiera que fuera la adversidad del país hermano. Es por eso que los habitantes de cada nación podían viajar libremente entre estos países e, incluso, radicarse en ellos sin necesidad de preocuparse grandemente por engorrosos trámites diplomáticos que les impidieran el alcance a una vida digna en el nuevo país.
Como lo mencioné anteriormente, Venezuela no fue la excepción. Muchos extranjeros vieron en nuestro país la oportunidad para superarse, no solamente por la riqueza y diversidad que siempre nos ha pertenecido, sino por la solidaridad y alegría que caracteriza a nuestros nacionales. Fuimos esa nación y ese pueblo que recibía con brazos abiertos y dispuestos a ayudar a los europeos que huían de la Segunda Guerra Mundial; a los colombianos que tuvieron que dejar sus tierras por el desplazamiento forzado; a los chilenos y cubanos víctimas de las distintas dictaduras, y a todo aquel que tuvo un motivo para estar aquí.
Sin embargo, los intereses políticos de algunos no solo han logrado desestabilizar a Venezuela al punto de generar una diáspora –la cual, por supuesto, se acrecienta en los países vecinos– sino que ha desestabilizado a la región en general, promoviendo el odio en quienes siempre fueron nuestros hermanos. Hoy en día ya no luchamos solo contra el régimen usurpador, lo hacemos también contra la persecución dentro de esas fronteras ahora ajenas, porque en muchos países no nos creen dignos de estar allí, piensan que somos una raza distinta que no merece aunque sea un trato humano y se olvidan que nuestra gente está llena también de su gente. Hoy son más de 2,3 millones de venezolanos que han tenido que emigrar del país en la lucha por la supervivencia, y que continúan emigrando porque la xenofobia no les permite establecerse por mucho tiempo en ciertos territorios. Son los mismos venezolanos que han de volver cuando todo esto acabe y podamos recuperar el país. Son ellos, y serán también los extranjeros de siempre los que vendrán a nuestro sufrido pueblo que logró resurgir de la dictadura, porque seremos la misma Venezuela de oportunidades que recibe a todos con los brazos abiertos, un puesto en la mesa y una mano amiga.
Miguel Peña
@MiguelPenaPJ