En un tuít reciente, John Magdaleno acusaba un deterioro del debate público venezolano que, a fin de cuentas, a fuerza de reducir el análisis político a una cuestión de moral, prejuicios y percepciones personales, ha terminado por convertirse en irresponsabilidad y por infligir mucho daño a las aspiraciones de restitución de normalidad y garantías democráticas que muchos conservamos.
Desde mi punto de vista, una de las expresiones recientes de esos prejuicios y percepciones fueron las críticas a la sensibilidad social manifestada por Juan Guaidó quien, en rueda de prensa, desvinculaba el desempeño en el poder de Nicolás Maduro de cualquier tipo de expresión de una doctrina social o socialista diciendo: «esto no es socialismo». Para sus críticos, con esta frase, el presidente de la Asamblea nacional no solo confesaba su entusiasmo por una doctrina cuya futura militancia debería proscribirse de forma absoluta, sino que declaraba su ceguera ante la experiencia venezolana que habría ya demostrado el destino oprobioso de todo tipo de preocupación o inclinación por lo social.
Creo que yerran quienes piensan así, porque pierden de vista la estrecha vinculación que existe entre la pobreza y las más diversas tendencias socialmente disgregadoras, la inestabilidad política y la convivencia pacífica. Incluso los teóricos liberales y la propia Iglesia católica, cuyo pilar doctrinario comienza en la libertad del hombre, se declaran conscientes de esta vinculación y de la importancia que tiene el valor de la solidaridad con el que no tiene.
De hecho, es cierto que la pobreza pudiera entenderse, por una parte, como una consecuencia del bajo crecimiento o el desempeño precario de una economía; pero incluso en el caso en que en Venezuela hubiésemos ya alcanzado un cambio de sistema con las condiciones macroeconómicas e institucionales ideales para el correcto funcionamiento económico y la atracción de inversiones, comprobaríamos que nuestros niveles de pobreza también podrían comprometer nuestras productividad y crecimiento, porque ella incide negativamente en el desarrollo del mejor de los activos, a saber, el capital humano. Por ello, especialmente en países con grandes déficits sociales y productivos como el nuestro, nada aporta la mejor política económica, sin una política social estrechamente relacionada y al servicio del aumento de las capacidades humanas para generar riqueza, conocimiento y cultura.
Y es que en esto último sí que pudiera concederse razón a quienes manifiestan su preocupación por los resultados de la ejecución de cierta política social, ya que sin desconocer que existe un grueso porcentaje de la población en situación de vulnerabilidad, debemos rehusarnos a aceptar que, por regla general, se imponga el tipo de política social «asistencial» que nos condena a depender del aparato del Estado o, peor, de cualquier estructura pensada para establecer una red clientelar. La política social a la que debemos aspirar es a aquella fundada en métodos y esfuerzos «capacitadores» e «inclusivos». Es decir, aptos para habilitarnos para el trabajo productivo o lograr el mejor uso de nuestras capacidades.
Hace muy pocos días Susana Raffalli afirmaba también en tuíter tener en sus manos la medida del daño humanitario que se nos ha hecho. Lo calificaba de irreversible e irreparable, e incluso se declaraba incapaz de estimar las consecuencias que tendrá «el retardo del crecimiento sobre el bienestar de nuestra infancia». ¿No es suficiente esta declaración, este llamado de alerta, para declararnos sensibles ante nuestro drama social?
Héctor J. Pantoja Pérez-Limardo