#opinión: La familia: árbol de la vida y fuente de amor por: Saul E. Aguilar

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Siempre hemos oído decir que el base de toda sociedad. Viendo a la familia desde un punto de vista más humano, comparándola con un árbol, surge producto de la semilla del amor dos seres que deciden sembrar en la tierra abonada del corazón, ambos deciden unidos enrumbar sus vidas, pero esa plantita requiere de cuidados para poder subsistir, nutrirla, regarla, desmalezarla son algunas de las atenciones que debemos dispensarle si queremos verla crecer frondosa, regalándonos flores y frutos.
Existe una sentencia muy conocida según la cual: “La familia te la envía Dios, los amigos los escoges tu”. Por ello, por más que te disgustes con un hermano, una tía, con tus padres o un primo, ese nexo no se puede romper pues la familia baja del cielo como el Maná. Existen familias cuyos miembros son numerosos, en otras por el contrario son pocos. En uno u otro caso, es la práctica del primer mandamiento de la Ley Divina: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” lo que debe regir los destinos de cada hogar. Cumplir este mandato que no es nada difícil, va a permitir que todo fluya con toda normalidad.
A pesar de que cada persona, es diferente: física, intelectual, sentimentalmente, sin embargo es el amor que cada uno de nosotros profesemos a Dios y hacia los demás, lo que va a amalgamar nuestras ínfimas diferencias. Por ello, es condición sine qua non, que las relaciones familiares tengan como premisas que tus alegrías y tristezas sean las mías, que sepamos compartir la bonanza y las necesidades, los éxitos y los fracasos, la salud y la enfermedad. En tal sentido, si por determinada circunstancia algún integrante de la familia, enferma o muere, es menester mantenernos unidos ya que este hecho constituye una perdida tan grande como si perdiésemos un miembro de nuestro cuerpo, así como los árboles sus ramas. Sin embargo aun cuando esta realidad nos golpee, debe aferrarnos a las palabras de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá, y todo aquel que vive y cree en mí morirá para siempre” (Jn 11,25-26)
Acorde con las enseñanzas del Mesías, que el apóstol Juan en su evangelio nos trasmite, la doctora Elisabeth Kübler-Ross, en su trabajo La Muerte un Amanecer, plantea que: “Morir es trasladarse a una casa más bella, <<se trata sencillamente de abandonar el cuerpo físico como la mariposa abandona su capullo>>. Otros estudiosos de la tanatología consideran que cuando un ser querido se nos va, antes que sufrir una pérdida, este paso se transforma en una ganancia porque ahora ese ser pasa a un plano espiritual, y cual un ángel nos acompaña doquier donde estemos pues por ser nuestro hermano no nos abandona.
Cuando como todo humano, tenemos que partir, el Salmo 23 constituye ese elixir de tranquilidad y remanso nos que abona el camino hacia el Padre Eterno: “El Señor es mi Pastor: nada me falta; en verdes pastos él me hace reposar. A las aguas de descanso me conduce, y reconforta mi alma….”
“Feliz viaje al encuentro del Señor querido hermano”

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