José Ángel Ocanto
Ningún régimen puede anotarse como un triunfo la acción criminal de quemar medicinas y alimentos que el pueblo ansía para subsistir.
Los modales de bestias que han exhibido con descaro ante los ojos del mundo, sólo fortalecen la razón de quienes combaten la perversidad entronizada en el poder.
El ilegítimo no es más fuerte ahora. Nada en él, ni su necia palabra, ni su despreciable imagen, han adquirido más valor, al cabo de sus desalmadas fechorías. Porque su autoridad, que ya era maltrecha, recibe el fuego de una indignación colectiva, unánime. Y si algo ha crecido en las últimas horas es el desbordante aborrecimiento de la población venezolana, incluso de los que hasta ayer eran tibios o incrédulos; y si alguna convicción surge irrebatible es que a estas alturas resulta del todo inútil poner más plazos de salida por las vías normales de lo institucional, de los llamados retóricos, de los comunicados y preciosismos parlamentarios del orbe democrático. Quien se coloca al margen de la legalidad debe ser tratado como tal, sin contemplaciones, más aún si su víctima es una nación entera.
Es mortalmente ingenuo aguardar que entren en razón, que se les ablande de repente el corazón o desistan mansamente, teniendo a sus espaldas semejante montaña de latrocinio y delitos de lesa humanidad. No sé puede seguir esperando que el mal ceda a la presión pura y simple de una masa indefensa, que ya ha dado suficientes muestras de coraje y de dignidad. Demasiada sangre inocente ha sido derramada. Demasiado dolor nos ha encogido los corazones y atenazado la propia vida hasta volverla un cuerpo mustio, irreconocible.
Nuestro sueños han asumido la urgencia de lo inaplazable. Mientras, el usurpador es ahora más usurpador que antes y esa es su desgracia.
Por eso, aunque la noche se alargue, prohibido ceder a la desesperanza.
JAO