Con cuatro carnets en mis manos que me identificaron como Secretario de Redacción de El Nacional, desde el 1º de enero de 1979 (hoy significan mi ingreso oficial hace 40 años), me embarga honda tristeza el cierre de la edición impresa del viejo diario de mis amores, en esos cuatro años allí vividos con la mayor intensidad, cuando a Miguel Otero Silva se le ocurrió la brillante idea de dar el salto a la tecnología y empezamos a trabajar en las Video Disco Terminal que el Colegio Nacional de Periodistas prohibió a sus agremiados utilizar y sólo nosotros podíamos hacerlo.
El viejo periódico hecho a mano, casi artesanal, donde calculábamos los originales con métodos que hoy asombrarían a todo el mundo, asunto resuelto ahora en una tecla y a medir las fotografías con una raya perpendicular en su parte posterior para ordenar su proceso en fotomecánica, fue mi primera gran escuela en este amado oficio tan perseguido por los tiranos, odiado por los gobernantes insípidos y temido por los políticos mediocres, incapaces de entender la importancia social del periodismo, y los idiotas “dirigentes de pacotilla” que sólo ven en los diarios su probable promoción personal. Y a los periodistas como sus propagandistas.
Las anécdotas de mis recuerdos no caben en esta crónica, pero debo recordar que todo pasaba en este periódico. Entre las esquinas de Puente Nuevo a Puerto Escondido, El Nacional era el centro de todo, el joven periódico nacido el 3 de agosto de 1943 andaba rumbo a los cuarenta años y las nuevas promociones de periodistas íbamos llegando en la hora natural del relevo y el porvenir tecnológico.
Ibas por un pasillo y te conseguías a Pedro León Zapata caricatura en mano y no entendías por qué no la entregaba en Diagramación y se las llevaba a otra joven bella, Mara Comerlati. Llegaba Alfredo Armas Alfonso, coordinador de Cultura a diagramar sus páginas y camino por el pasillo del mar de escritorios tropezabas con Rafael Pizani o Luis Beltrán Prieto Figueroa y en la esquina estaba Adriano González León en amena charla con Pablo Antillano y Jacobo Borges.
Temprano pasaron por la oficina de Mario Delfín Becerra, el Jefe de Redacción, Billo Frómeta y Cheo García, quienes vinieron a anunciar el nuevo Long Play y a sugerencia de Heberto Castro Pimentel, Jefe de Deportes, lo fueron a saludar porque era bailarín de sus guarachas, junto a Misael Salazar Léidenz, jefe de Provincia, quien lidiaba con los corresponsales del interior, donde reinaba Ana Cecilia Guerrero.
Más tarde pasarían José Ramón Medina y Arturo Silva Michelena con sus textos de opinión y poesía, admirados por Luis Alberto Crespo quien gracias a nexos familiares a caballo llegó a buen cargo. Tampoco era raro encontrar a Alfredo Chacón, José Antonio Pérez Díaz, Teo Capriles, Federico Álvarez o Héctor Mujica. Rumbo a Sabana Grande pasaba Ludovico Silva. No eran tiempos de correos y cada quien llevaba sus cuartillas. Por ahí te conseguías otro día a Antonio Lauro a quien entrevistarían por un próximo concierto y llegaba con Alirio Díaz de paso por Caracas, a José Antonio Calcaño en grata conversa con Aníbal Nazoa y Carlos Augusto León, a quienes saludó al entrar Jóvito Villalba en procura de Otero Silva.
Jesús Sanoja Hernández dejaba rodar anécdotas de la política con Guillermo Campos Martínez y Euro Fuenmayor con Rómulo Rodríguez “Tuto” mientras Arístides Bastidas pasaba en su silla de ruedas empujada por Asdrúbal Barrios con su Ciencia Amena a quienes esperaba Marlene Rizk en su cubículo. El cuerpo “C” lo completaban Julio Barroeta Lara, Germán Carías Cisco, Hugo Colmenárez y José Ramón Díaz, mientras Graciela Beltrán Carías alborotaba los corazones y dos Rositas, una Caldera y otra Regalado, veían al diario llenarse de gente joven. El talentoso Eduardo Delpretti escribía sus trabajos y ganaba premios mientras Kalinina Ortega entrenaba a Rosana Ordoñez, otra bella. El viejo Arturo Uslar Pietri entregaba su soberbia columna Pizarrón y Ramón Escovar Salóm su Ventana de Papel. Apuraba entraba siempre Chefi Borzachini con sus grandes carteras.
Recogiendo sus bártulos los viejos y queridos secretarios se iban a otros destinos. El señor D’Andrea no quiso nada con las máquinas. Carlos Fraser tampoco pero se quedó enseñando a los nuevos. Karmele Leizaola, la gran diagramadora, artista, dio el salto a las mayores. Raúl Fuentes también se quedó. El catire Jorge Molina era el diagramador de la portada todos los días y Víctor Suárez, otro de los consentidos, hacía el Cuerpo “B”, (deportes y farándula), donde el gran cronista del béisbol Rodolfo J. Mauriello, describía un juego de pelota con la elegancia del Cascanueces para encandilar al aprendiz Humberto Acosta. “El periódico se está llenando de muchachos”, decía Oscar Guaramato con su infaltable escocés en la diestra al jefe de diagramación Oscar Olinto Méndez Castro. Ya había entrado Elides J. Rojas jr. Entramos Vladimir Ortega y desde Maracaibo llegaban Víctor Hugo y el negro Machado. Más tarde Miriam Cañas y Laura Tirado mientras de Administración bajaba Nirce Alvea. Ramón Hernández andaba en La Cadena pero pasaba por Josefina. El artista Víctor Hugo Irazábal con Karmele trazaba las rayas del suplemento dominical y el Literario con maestría.
Política era la sección más numerosa: Leopoldo Linares cubría AD, Néstor Mora cubría Copei, Rojitas el Congreso y Jesús Losada Rondón estaba en Miraflores a la vista. Alberto Jordán Hernández los partidos minoritarios. Recuerdo entre otros en Fotografía a los maestros de la lente, los Sardá y los Grillo, Manuel poeta y músico, Tom silencioso y creativo. Jóvenes también. Don Carlos el maestro quisquilloso. Blasco de blanco bigote. Dimas Ibarra, Garrido.
Todos los viernes había parranda, porque donde habitaba tanta gente algún cumpleaños saldría y Carmencita o la señora María Lataillade, de la radio que manejaba “las patrullas” (los carros del periódico) y la secretaria de Provincia con la ayuda de Carmencita –otra joven adquisición– recogían la vaca para los pasapalos: cuadritos de queso y jamón. O el bautizo de algún libro como el de Pedro Penzini Fleury de Correr es Vivir o de quien siempre andaba por allí, como director o historiador, Ramón J. Velásquez con sus Conversaciones imaginarias con Juan Vicente Gómez. No faltaba un libro por bautizar, a veces patrocinado por una editorial que se aparecía con mesoneros y todo y te llevaban el trago o la bandeja de pasapalos a tu puesto de trabajo, tarea coordinada al principio con el profesor Néstor Luis Negrón y luego con María Luisa de Silva, los de Relaciones Institucionales.
Pedro J. Díaz llegaba con sus crónicas orales a contar lo que no escribía en su columna La ciudad se divierte o la crónica social con las fotos de Aponte. Los muchachos de Internacionales habitaban otro piso y sus nombres se me escapan.
Emprendedor, creativo, a Miguel Otero Silva se le ocurrió hacer dos ediciones más, una para Occidente y otra para Oriente y así empezamos la primera en Maracaibo, bajo la dirección de Ciro Urdaneta Bravo con Oscar Silva, Carlos Paredes, Ángel Medina, Janet Olier, Paula Rivero, Alfredo Álvarez, Teresa Montiel, Sandra Bracho, Henry Fuentes, Marlene Nava, Eneida Nava, Milagros Socorro, Wilmer Ferrer, Víctor Hugo Rodríguez, Omar Machado. Allá estaba la corresponsalía con veteranos de la región como Jesús Gómez López, Argenis Bravo, Arturo Bottaro, Alí Ramos, Alonso Zambrano, Manolo Silva. Allá quedó solitario el edificio a orillas del lago.
A mi padre, en Barquisimeto o los pueblos de Lara, le llevaban El Nacional y allí aprendí a leer, allí nacieron mis vínculos tempranos con la lectura del periódico. Me gustaba una columna cultural llamada Letra y Solfa. Ya en la redacción, una tarde me llama Ana Cecilia para retratarnos con un señor. Pero quién es, le pregunto. El autor de El reino de este mundo, Alejo Carpentier. ¡Con mucho gusto! Respondí. Era también el autor de la Letra y Solfa de mi infancia.
Los domingos llegaba Jesús Rosas Marcano con una botella de escocés que nos bebíamos mientras Elides le diagramaba La pájara pinta, con sus trabajos en las escuelas, tragos compartidos con Cayetano Ramírez y el experto en tribunales Víctor Manuel Reinoso, con el chamo Fermín Lares. El chino William Becerra o Ezequiel Díaz Silva se venían con sus vasos. A veces Jesús Eduardo Brando. Muchos nombres no recuerdo, la secretaria de Provincia y la amiga de la radio, pero ya aparecerán, con la participación de los colegas del periódico en ese tiempo. Y Rita, la secretaria de Mario Delfín Becerra.
Yo quería ser el reportero que nunca fui, porque desde el principio del oficio me tocó la labor silenciosa y anónima en la redacción. Por eso me fui a otra hermosa aventura, al naciente El Diario de Caracas, mientras voces amigas preguntaban si estaba loco, me iba del periódico donde todos los periodistas querían estar. Y así fue, pero El Nacional estará siempre en mi corazón.
Juan José Peralta – Periodista