Soy de quienes siempre han considerado a Venezuela como un territorio de orgullo. Posee planicies admirables, montañas exuberantes y hasta médanos primorosos como si tuviésemos al Sahara embotellado. Sus cascadas glamorosas y sorprendentes. Sus llanuras como un manto ecológico que abriga el grito inextinguible del contrapunteo y la armonía del arpa. Sus crepúsculos errantes y su comida ineludible. Amar a este país de encantos es una tarea nada complicada.
Por consiguiente, saborear las virtudes de Venezuela siempre será una apuesta sin remedio, a llevarla en las ideas hasta el final de la existencia. Pero se contaba también con un defecto casi inmortal de considerar al pueblo como trastornado. Esa etiqueta absoluta de vivarachos y de irrespeto a las reglas estaba endosada más allá de la cuenta. Nos considerábamos inferiores al aluvión de inmigrantes que allanaba nuestra vida cotidiana.
De por sí, éramos los principales críticos de cualquier iniciativa nacional. Cargábamos con las culpabilidades frenéticas del subdesarrollo y el rigor entrañable de no ser capaces de evolucionar. Vivíamos una búsqueda poco sensata por el festejo, las apuestas a las carreras de caballos, la toma empecinada de cerveza y el inacabable deseo de comprarlo todo.
Nuestros aportes a la sociedad parecían caducar al pasar por el dintel de la puerta laboral. Pensábamos que el ideal eran las rumbas interminables. Vivíamos una fiesta continua. El aprovechar cada momento por temor a lo efímero, para disfrutar las oportunidades de sonreír más allá del aturdimiento. El orden del universo debía girar para nosotros.
Nos considerábamos detestables. Los árabes, italianos, portugueses y españoles sí eran soñadores de cuerpo entero, capaces de hacerse ricos de la noche a la mañana. Mientras, solo éramos locos de atar, que despotricábamos de los gatuperios políticos, la infame corrupción y que el dólar se puso más caro. No dábamos ni media onza por el orgullo patrio.
Pero nos hallábamos equivocados. Tal vez la insaciable necesidad de un festejo no sesgó la reflexión. Somos de gran valía. No hace falta tener estudios magníficos en psiquiatría para comprender nuestro alcance como ciudadanos notables.
Debimos probar una cucharada de “ser emigrante”, recoger nuestros pertrechos y salir a recorrer el mundo para llegar a esa conclusión. Le estamos entregando a los países el plato suculento de los profesionales venezolanos. No existen razones científicas para resolver la complejidad de crecernos ante la adversidad. Por ello, desmigajamos los muros dislocados del atrevimiento, para abandonar el hogar que nos daba cobijo.
Ese concepto equivocado de ser pocos productivos se modificó. Somos algo distinto al holgazán que nos creíamos. Logramos sobreponernos a las malas pasadas. Doblegamos nuestras rodillas para asear cualquier sanitario en el exterior, rompiendo al mismo tiempo nuestra vanidad inquebrantable. Reconocimos que podemos convertirnos en empecinados y fijarnos metas, cuando nos lo proponemos.
Venezuela se levantará de sus cenizas. Basta de mofarnos de nuestros privilegios. No somos una nación truncada para la eternidad. Repruebo las consideraciones negativas frente a las perspectivas inminentes que trazan el futuro. La fe no puede caerse a pedazos.
Es cierto que una pared nos ha empujado paulatinamente hacia atrás desde hace 20 años. Llegó un régimen que nos dio lecciones de que se puede estar peor. Le perdimos el rastro al entendimiento y nos dejamos arrastras por esa avalancha abominable.
Retozamos con el hambre, la miseria y la necesidad. Pero es un aprendizaje transitorio. Pasará porque cada entuerto, acto inhumano y bravuconada autoritaria serán desterrados en el nuevo sistema, pero no de los libros de historia. Aprendimos del sufrimiento, como también aprenderemos a llevar la felicidad con mesura e inteligencia.
Nuestro país resurgirá cuando caiga este muro, para permitirnos andar y salirle al paso a esta prueba del destino. Contamos ahora con la complexión de valientes. Las desgracias no son invulnerables. Repetiré sin respiro que el nuevo cambio está cerca y que una buena virtud está germinando de la diáspora, para recuperar nuestra encantadora, noble y valerosa Venezuela.