El pasado y el futuro han preocupado constantemente al hombre. Por una parte, nos pasamos horas y días lamentándonos de un pasado amargo o regodeándonos de un antiguo éxito. Y, por otra, también hacemos lo propio respecto a las eventuales situaciones que se nos presentarán en el futuro. En definitiva, vivimos preocupados por cuestiones que, o bien ya han sucedido y ahí se quedarán, o bien no se han materializado y tampoco sabemos si lo harán. Se trata de una huida del presente. Lo curioso es que únicamente en el presente, el hombre puede tomar decisiones libres y trascendentes para su vida. Este es el espacio de tiempo en el cual los actos humanos pueden controlarse y dirigirse a la práctica del bien o el mal. Ocuparse del pasado o el futuro es vivir en la irrealidad, desconectado de la característica fundamental de nuestra humanidad: la libertad.
Nadie puede dudar que la sociedad sufre actualmente una crisis de valores. De una forma u otra, estamos deshumanizándonos. Tanto es así, que en muchas ocasiones ya ni siquiera nos preocupamos del pasado o el futuro inmediato, compuesto por hechos y retazos de nuestra vida real. El hombre de hoy se encuentra pensando en la irrealidad pura. Me explico mediante tres ejemplos: «alcanzar riqueza o fama de la noche a la mañana», «participar de la belleza humana manipulada mediante photoshop» y «confundir el conocimiento con la información estilo Wikipedia», constituyen, entre muchos otros, tres ámbitos a través de los cuales el hombre se plantea metas o fines absolutamente descontextualizados de la realidad. Como consecuencia, vivimos en una especie de tercera dimensión radicalmente desconectada de nuestra libertad.
Es posible que el origen de ello sea la intención de alcanzar una especie de felicidad expedita y con el menor esfuerzo posible, que opere como bálsamo o vía de escape de los problemas actuales. No dudo que por medio de la exaltación de la irrealidad pueda encontrarse una especie de felicidad, pero no será de forma perdurable, sino tan sólo pasajera, desdibujada, momentánea.
Tuve una vez la oportunidad de encontrar estas profundas palabras de Fedor Dostoievsky: «Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos». En efecto, para alcanzar la felicidad verdadera debe transitarse por un camino de esfuerzo, pues son los valores que se adquieren durante la recta realización de una obra los que causan la felicidad. Quizás por eso me dijo alguien una vez, que el montañista evoca los detalles y dificultades del sendero cuando alcanza la cima. Así, el esfuerzo es precisamente lo que humaniza las acciones, permitiendo discernirlas y distinguirlas con la singularidad propia de cada identidad. Ahora bien, esto sólo puede ponerse en práctica en el presente, en el marco de nuestra labor diaria, real y muchas veces rutinaria. Conformándose, de esta forma, un camino firme dirigido a alcanzar una felicidad honda y verdadera.
#Opinión: La exaltación de la irrealidad Por: Alejandro Silva Ortiz
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