“Las leyes son como las telarañas a través de las cuales pasan libremente las moscas
grandes y quedan enredadas las más pequeñas”. (Honoré de Balzac).
A través de los siglos, bajo el techo de este mundo nada ha cambiado respecto a la actitud
codiciosa y explotadora del ser humano hacia los más vulnerables.
La pérdida de valores y principios deshumanizan al hombre. Aunque la miseria material y
la tristeza sea el común de los que viven huérfanos de todo, es peor la miseria moral y
espiritual que tienen los que no comparten con los que no tienen la suerte de vivir
instalados en los beneficios del poder y la riqueza. En la sociedad, la desigualdad se
produce cuando los derechos y privilegios no se aplican de manera justa.
La desigualdad entre las naciones define el mundo actual. Las finanzas, el negocio y la
información se han globalizado, no así el derecho para todos de tener acceso a la
educación, a desarrollarse, vivir bien y obtener otros beneficios.
Países hay en los que el ser humano está primero que cualquier otra cosa y son felices, de
allí el nombre de países evolucionados, desarrollados. A nuestros pueblos tocó la peor
parte, los peores gobernantes y la insensibilidad de una sociedad que es indiferente al
sufrimiento de otros.
Todos estamos expuestos a un continuo devenir, a la lucha por la subsistencia, a la
tentación de vivir una vida cómoda, sin esfuerzo. El tiempo en su girar incesante
proporciona la alternativa de continuar cada uno en la lucha hasta lograr sus sueños o
detenerse. Muchos prefieren seguir anclados en un solo punto sin avanzar, pasan el
tiempo esperando un milagro sin esfuerzo.
Deseo a manera de reflexión, compartir con los lectores de la página web de EL IMPULSO
la presente historia escrita por Sergio Hernández Ledward: Un muchacho fue un día a visitar a su maestro y a preguntarle qué debía hacer para conseguir lo que más anhelaba tener en la vida. El maestro guardó silencio, volvió el joven a preguntarle ¿Qué hago para lograr que mis sueños se hagan realidad? Una y otra vez fue a visitar a su maestro sin sacarle una sola palabra, el joven no tenía más remedio que retirarse y volver a intentarlo otro día. Por un tiempo lo hizo.
En la última ocasión que tuvo el maestro de recibir en su casa al alumno lo invitó al río y lo llevó hasta la parte más honda para enseñarle algo. Le sumergió la cabeza en el agua. Sintiendo que le faltaba el aire el joven hacía fuerza para sacarla y no ahogarse. Fue este el momento en el que al sentir el desespero de aquel joven el maestro lo dejó sacar la cabeza a la vez que le preguntaba qué era lo que más deseaba cuando sentía que se ahogaba. ¡Aire quería, aire mucho aire! ¿Acaso en ese momento te vino a la mente el dinero, los placeres, los amigos, el amor o pensaste en alguno de tus sueños? No señor, nada de eso, solo quería aire para poder respirar y vivir.
Entonces contestó el sabio: Para conseguir en la vida lo que se quiere debe anhelarse con la misma intensidad con la cual querías poder respirar en el momento en que sentías que te ahogabas. Nadie nos da lo que solo el esfuerzo puede.
Acción, intensidad y fe son suficientes para llegar a donde queremos llegar. La grandeza
del logro depende de la acción que se ponga, la fuerza con que se desee y la fe que se
tenga en uno mismo.
Mientras usted piensa qué hacer con su vida y cómo va a luchar por lo que quiere, yo
ajustaré mis velas lejos de los imposibles, me haré a la mar para aprender lecciones del
vuelo de las gaviotas. Hasta la próxima señores lectores.