La sabiduría popular indica que nadie – persona o nación – escarmienta en cabeza ajena. Poco vale señalar fracasos de otros tiempos con gente enceguecida por las falsas promesas y esperanzas de una hábil demagogia.
También se dice que Dios ciega a quien quiere perder, y es el caso de regímenes que se aferran a libretos que han fabricado para engañar y terminan atrapados en sus propias mentiras.
Ambas verdades cobran especial vigencia en una sociedad que vertiginosamente se va a pique sin que de momento se vislumbren soluciones cívicas y viables. A veces luce que la única alternativa posible en situaciones como la de Venezuela es dejar que arremeta el vendaval definitivo y sus consecuencias caigan sobre quienes caigan.
Aún se siente una profunda inmadurez política en Venezuela cuando a estas alturas algunos opositores culminan sus actos políticos con las venenosas caricaturas cantadas del comunista Alí Primera, dedicadas desde hace décadas a fomentar odios y luchas de clases; mientras otros sueñan con intervenciones armadas externas.
El “*quid*” del problema en Venezuela no es sólo un cambio de régimen, sino extirpar las corrientes facilistas, populistas y socialistas enraizadas desde hace mucho en estas tierras. Puede ser que para llegue la madurez sea necesario que las cosas lleguen a un mínimo rasero para comenzar todo de cero. Se necesita que desde el propio seno de la población surja algo similar a la desnazificación al fin de la Segunda Guerra Mundial.
Alemania y Japón, luego de ser devastadas, lograron un renacimiento que aún mantiene al nazismo en la ilegalidad y erradicó el sintoísmo de Estado.
Las dimensiones de la catástrofe son de tal envergadura que muchas algunas personas decentes y de buenas intenciones abogan por una especie de unidad nacional para afrontar las consecuencias. Darles oxígeno a los mitos podría ser un terrible error, como lo está comprobando Mauricio Macri en la Argentina actual.
La búsqueda de “*soluciones*” intermedias cuando es ya demasiado tarde para evitar las peores consecuencias apenas logra confundir a un público de por sí mal informado y desorientado. Quizás lo más aconsejable es dejar que quienes crearon las condiciones del desastre corran – ellos solos – con todo el peso político de sus consecuencias.
Si la dolorosa tragedia que hoy sufre Venezuela al menos sirve para extirpar el arraigado virus de populismo y socialismo, volverlo aborrecible, y vacunar a esta sociedad contra una recaída, quizás en un futuro podamos aplicar otro viejo proverbio popular: No hay mal que por bien no venga.