Entre las cosas extraordinarias que dijo Sócrates recordamos el “Solo sé que no sé nada”, una declaración sorprendente de quien en su tiempo era considerado como el hombre más sabio de Atenas, con esto Sócrates aceptaba su condición de ignorante, pero su propia vida probaba que siempre estaba dispuesto a aprender y buscar la verdad; es una manifestación de humildad contrapuesta a la de tantos pedantes presumidos que en ningún caso aceptan su condición de ignorantes, expertos precisamente en lo que ignoran o de lo que apenas saben alguito y que no dudan para nada de ese poquito.
Sócrates tenía la pasión por saber y se definía como un partero que ayudaba al nacimiento de la verdad, esto es justamente el rol de la razón, no importa cuán débil sea nuestra capacidad para conocer, saber y, lo más difícil, comprender -en el entendido que se puede saber mucho y comprender muy poco-. En todo caso, lo que vale es la búsqueda del saber sometiéndolo a las pruebas necesarias para tener algún grado de confianza en que lo que creemos se aproxima a la verdad y que es comprobable y contrastable, aceptando, además, que ningún saber es definitivo porque siempre es posible que en algún momento aparezca una explicación nueva que dé al traste con la vieja.
Gente como Sócrates ha existido siempre y en todas las culturas y épocas, son los que han ido ayudando al avance del conocimiento, detrás de cada objeto material o inmaterial que tenemos hoy a nuestra disposición, ha habido una cadena de Sócrates que los han ido inventado, descubriendo, explicando y perfeccionando. Y ese es un proceso que no hay que suponer que se detendrá salvo en algunas circunstancias y lugares como las propias de un estado totalitario que busque eliminar el conocimiento que no se amolde a su visión política o religiosa, el conocimiento florece en situaciones donde los innovadores, sean científicos o pensadores sociales, pueden dedicarse a ejercer sus pasiones sin riesgos de ser agredidos por ello.
Pero el Sócrates han sido siempre una íngrima minoría, no porque la mayoría no tenga, en general, la inteligencia para mejorar en algo su saber, sino que aun teniendo la curiosidad y la inteligencia para hacerlo, no lo hacen o lo hacen muy poco, es obvio que esa actitud no es culpa exclusiva de ellos. Contra el deseo de saber conspiran la falta de educación, las condiciones sociales, económicas, etc.
Cuando los padres le dicen al niño curioso “¡Muchacho deja el fastidio con tanta preguntadera!” están matando a un pequeño Sócrates, están creando un conformista que evitará enrollarse y que ya adulto terminará por afirmar que “Ya yo aprendí todo lo que necesito saber” o “¿Para qué leer más si con la biblia tengo?». Ellos, la vasta mayoría, no sufren del síndrome de Sócrates: una permanente e incurable insatisfacción con lo que ya saben, el resultado es que esa inmensa mayoría no logra entender el mundo en que vive y, mucho menos, que hacer para mejorarlo.