El árbol crece robusto, buscando el cielo, sea ceiba, ciprés o álamo. Alcanzado su nivel más elevado y la plenitud de su follaje, es capaz de vencer al huracán o la tempestad, porque está afianzado en profundas raíces escondidas en la tierra. La catedral gótica y el rascacielos suben desafiando, tanto la gravedad con su delgada silueta que toca las estrellas, como al terremoto que los hace oscilar sin derribarlos, porque se aferran a
sus sólidas bases invisibles.
En el árbol y el edificio hay una fuerza oculta que los sustenta y sin la cual no podrían lucir sobre la superficie el esplendor de su belleza natural o lograda por el ingenio humano.
Me viene todo esto a la cabeza y se convierte en entrada del tema de este artículo, porque alguien me relató lo siguiente: asistió al importante acto de una institución de trascendente función educativa y social, allí se expuso el plan inmediato de expansión y afianzamiento.
Se sintió orgulloso de ser de los pioneros que le dieron vida. Hubo reconocimientos y destacaron a varios de los fundadores, pero su nombre permaneció en silencio. Me confesó que le dolió la omisión y se sintió herido. Sin embargo, comprendió que la herida era su vanidad, reconociendo que muy bien le vino el olvido como lección de humildad, porque buena falta le hacía. Se dio cuenta de que era mejor ser piedra de fundación, cimiento, no lucir hacia afuera, sino servir en lo oculto.
Hay personas que se abocan a labores altruistas muy laudables, pero a veces se tiene la impresión de que lo hacen más por interés de figurar que por deseo de servir. Les gusta estar en la directiva -sobre todo presidirla- se enquistan en ésta, se sienten propietarias, si deben dejar el cargo, se marcha ofendidas y desaparecen.
Hay quienes fundan una organización cultural, política, económica o apostólica, la echan adelante con éxito, pero desgraciadamente no saben o no quieren cortar el cordón umbilical cuando llega el momento de ceder el paso a nuevas generaciones, de esa renovación necesaria para que el organismo siga vivo y eficaz. Son quienes fundan algo y se sienten amos y señores de su fundación hasta la eternidad.
Y no es así. Ninguna institución tiene dueño humano perpetuo; al fundador, Dios le dio una
misión temporal. No nos pertenece nada, sólo somos servidores a las órdenes de la voluntad divina. ¡Cómo cuesta convencerse de que nuestro tiempo ya pasó! Sin embargo, hay seres que buscan el anonimato, el bajo perfil y son unos gigantes de la eficacia, del buen servicio a los planes de Dios. Si se lucen y el mundo los reconoce y aplaude, es a pesar de ellos, es más, sufren por esto, temerosos de que lo embargue un sentimiento de orgullo. Quisieran desaparecer. Son ellos las bases más sólidas de las obras más grandes en beneficio de la humanidad. Son los santos.
Pero hay más. Los individuos que cumplen una tarea ardua, contra viento y marea, con un empeño sin pausa, muchas veces discriminados por clase social, raza o religión, puestos a un lado mientras se lucen otros exaltados por una obra ajena o que debía haber sido al menos compartida en gloria con esos colaboradores incógnitos ¡Cuántos premios ganados por uno que dejó en la sombra a su heroico equipo!
Sólo en la eternidad veremos brillar a cada cimiento que en esta tierra se quedó en la callada oscuridad de sus entrañas.