Venezuela exhibe ante el mundo un gobierno ”de facto”, porque no fue elegido según las normas más elementales de transparencia electoral y la elección adolece de vicios que lo invalidan.
No hay duda que la estructura política y jurídica del país está afectada. Se mantiene usurpado el poder. Un gobierno que estaba muerto por los males que le ha causado al país, hace imposible la vida en el sentido más amplio. El régimen dictatorial de Nicolás Maduro es ilegal e ilegitimo y toda acción interna o internacional de carácter colectivo para volver el país a la constitucionalidad está autorizada por el Derecho de Gentes.
No puede gobernar a Venezuela un mandatario que fue rechazado por el 82% de los electores que no concurrieron a las urnas para rechazar no solo el proceso electoral sino a un gobierno que ha sido incapaz de producir bien común. El poder en Venezuela está secuestrado por una camarilla militar y un grupo seudomarxista, acusados además de tener vínculos con el narcotráfico.
Maduro se ha convertido para la comunidad internacional en un dolor de cabeza inaguantable. Para el dictador la patria es él y la república los otros. No ve al pueblo como el soberano, sino como un instrumento de su ambición de poder. Cuánta razón tenía José Antonio Páez cuando en Aragua de Barcelona en 1821 decía “Desgraciado el hombre que se cree necesario y desgraciado el pueblo que no le castiga por ese solo pensamiento”.
Desde la época de la colonia, Latinoamérica ha padecido como una maldición la tara de caudillos y dictadores, que han alargado sus gobiernos con fraudes electorales, con candidatos únicos o hasta con otros candidatos que se prestan para hacerle el juego al tirano y aparentar democracia.
El sistema político venezolano está desnaturalizado, no hay estado de derecho, están burladas las leyes y la confianza pública, está cautiva la prensa, la radio y la televisión y en muchas ocasiones la protesta es víctima de brutales acometidas de los cuerpos policiales.
El pasado 20 de mayo se perdió en Venezuela la meta que se fijaron políticos y juristas de los siglos XIX y XX, es decir, la alternabilidad del poder. Volvimos a caer en aquella máxima de que “gobierno no pierde elecciones y no entrega el poder”. Nuevamente es el tiempo de las montoneras, del país de un sinnúmero de generales que de manera pusilánime veneran al caudillo iletrado.
Entramos al siglo XX en 1935, con treinta y cinco años de atraso, con un gobernante que no sabía leer ni escribir. Y estamos en el siglo XIX con casi veinte años de atraso y con un chofer de metro de mandatario, que no ha pasado por las aulas universitarias. Desempolvando la Carta de Jamaica de 1815, sigue teniendo vigencia la sentencia de Simón Bolívar “Venezuela será un cuartel”. Las ambiciones de los militares mantendrán ese país en el atraso.
Tenemos la esperanza que aunque la diplomacia es lenta terminará actuando. Y la oposición sale de este proceso purgada de ambiciosos y oportunistas.