Lectura
Asunto de clases. La población no percibe por qué aquellos cajones que bloquean la cuadra solamente se colocan nada más que en las dos calles principales de la población. Además de otras, esas dos calles largas están pavimentadas de piedras redondas que producen en el taconeo del caminar un percutivo rítmico gracioso. El sentido de circulación en ellas, que son paralelas, es contrario. Tácitamente, sin señales, en una es de oeste a este; la otra, de este a oeste. Son las calles donde están las casas de las “familias”, de los señores, la gente de solvencia económica. Esta gente goza de la aceptación de los pobladores de sus disuadidos privilegios. En las fiestas solemnes de diciembre dedicadas a la patrona, los primeros bancos frente al altar mayor son para ellos. La iglesia se colma del jolgorio de la multitudinaria asistencia, del susurrar de sus voces, de la alegría de los encendidos colores de los vestidos de cretonas, de zarasa y crehuelas de las mujeres; y aunque la mayoría permanece de pie, los primeros bancos y reclinatorios no pueden ocuparse aunque estén vacíos en espera de la llegada de las familias que deben ocupar para iniciar con su presencia los actos.
En la procesión, esta gente se desplaza siempre muy cerca de la imagen de la santa patrona junto con el sacerdote. Esa otra gente del pueblo que vive en “los arrabales”, en “los extramuros”, como se le decía a la periferia, en los suburbios, y los campesinos que con santísima y contrita devoción sin asomos de privilegios asisten dignamente con religiosidad a la fastuosa fiesta religiosa.
Esos cajones, siempre fueron dos, colocados en el centro de la calle en una cuadra, uno en cada esquina, fue también un privilegio y en su rústica forma manifiestan un tácito mensaje que la población respetuosa conoce y al cual obedece. Hay enfermo en la cuadra, prohíben que el transeúnte cante, silbe; los muchachos sobre todo con su salvaje libertad, sin prejuicios y restricciones, andaban por esas desoladas calles, haciendo improvisadas canciones o silbando tristes sonsonetes de naturaleza rural. Los adultos usuarios del habla en sus tertulias callejeras debían hacer silencio. De modo que el mensaje era para todos, pero como el vulgo es el que sale y anima con su sola presencia los espacios libres de las calzadas, este mensaje sin destinatario iba dirigido a ellos.
Había muy pocos carros, entonces las calles fueron de la gente, ocho en total, un Chevrolet del año veinte, de medias puertas y capacete de lona. Dos camiones casillas, autobuses con doble función: pasajeros y carga. Detrás del asiento del conductor colocaban una tabla forrada para los pasajeros, en el resto del espacio, por una puerta trasera se introducía la carga. Un dos para cuatro moderno. Dos camionetas de pasajeros que buscaban a su casa al pasajero y dos camiones International de estacas. Todos estos medios de transportes eran pesados en el rodar y muy ruidosos. Pero no obstante, nunca llegaron a violar la norma: el mensaje de los cajones. El medio impreso era casual y la radio inicialmente gozó de la selección de quienes podían tenerlos. Hubo un hombre sin privilegios que adquirió un radio para el alquiler. La gente pagaba medio real para oír una horas de aquellos aparatos que consumían el tiempo difundiendo ruidos, chirridos, pitos, y golpecitos como de apagados cohetes. ¡Ay, esa década del treinta del siglo
