Larry volvió a nacer luego de que su hermana le donara un riñón. Hoy está a punto de perderlo por la escasez de medicinas, un drama que afecta a miles de trasplantados en Venezuela y que ha cobrado varias vidas.
La angustia de Larry Zambrano, instructor de béisbol de 45 años, es compartida por 3.500 trasplantados que aproximadamente desde hace año y medio no cuentan con los inmunosupresores necesarios para su tratamiento.
Golpeado por el desabastecimiento de medicamentos para pacientes crónicos, de 95 % según la Federación Farmacéutica, debió enfrentarse a tres “rechazos agudos” del órgano desde finales de 2016 y ahora afronta un cuarto.
Teme correr la misma suerte de diez trasplantados que murieron en las últimas semanas de acuerdo a organizaciones de derechos humanos.
“Debería tomar 16 pastillas diarias, pero tomo ocho para estirarlas”, contó Larry desde su casa en una barriada montañosa al oeste de Caracas.
Para adquirir su tratamiento completo en el exterior necesitaría 700 dólares mensuales, un monto “inalcanzable para la mayoría”.
Con una hiperinflación que el FMI proyecta en 13.000 % para este año, el ingreso mínimo en Venezuela de 798.510 bolívares (tres dólares en el mercado negro) apenas alcanza para un kilo de carne y un cartón de 30 huevos.
Farmacias estatales distribuyen medicamentos de alto costo, pero “no suministran todos” los que requiere, lamenta Larry.
A juicio del médico y diputado opositor, José Manuel Olivares, “cualquier venezolano que no tiene plata (dinero) está condenado a morir”.
“Riesgo inminente”
Miguel Alvarado, padre de niños de uno y dos años, no recibe desde hace seis meses medicinas para evitar el rechazo del riñón que su madre le donó siete años atrás.
“Vendí parte de mis bienes para comprar medicinas”, dijo Miguel, de 36 años. Está cesante en su trabajo en una trasnacional de productos de limpieza, “pues no hay materia prima” y las operaciones se paralizaron.
Ha sentido mareos, temblores y dolores abdominales. Ha tomado, desesperado, medicinas vencidas.
Su madre, Coromoto, no oculta su dolor.
“De qué sirve todo el sacrificio para buscarle un donante. Ojalá pudiera cambiar mi vida por la suya y que pueda ver crecer a sus niños”, contó entre lágrimas.
La ONG Coalición de Organizaciones por el Derecho a la Salud y la Vida (Codevida) advierte que, además de los trasplantados, otros 16.000 enfermos renales están en “riesgo inminente de muerte” por el cierre de unidades de diálisis.
Varias ONG han propuesto al gobierno que acepte cooperación internacional de la Organización Panamericana de la Salud, sin éxito.
El pasado 30 de enero, el presidente Nicolás Maduro aprobó 12,3 millones de euros para importar “medicamentos hemoderivados, insumos para bancos de sangre, catéteres y reactivos para máquinas de diálisis”.
Sin embargo, en medio de la escasez de fármacos, lanzó un “plan de salud ancestral” para tratar enfermedades con hierbas y productos naturales.
Solidaridad
Durante una protesta en Caracas en exigencia de un “canal humanitario” para llevar medicinas al país, Francisco Valencia, director de Codevida y trasplantado, alerta que centenares de venezolanos “están sometidos a una sentencia de muerte”.
La merma de fármacos, sostiene Valencia, amenaza a más de 300.000 pacientes crónicos con afecciones diversas.
Larry condujo su viejo auto Geely unos 40 minutos para asistir a la manifestación y allí recibió la solidaridad de otros pacientes en situaciones similares.
“Una parte de lo que mi hijo me mandó del exterior se lo estoy donando a Larry. En Venezuela este medicamento es incomprable”, expresó el también trasplantado Carlos Barragán tras abrazarle.
Reimer, otro paciente renal, también le donó medicinas.
“Tengo un poco más de vida”, soltó emocionado Larry, cuyo abdomen luce abultado y sus pies se inflaman por la acumulación de líquido.
Pero le entristece la inminencia de una diálisis luego de haber recibido un órgano que le devolvió vitalidad.
“Desde que desperté en mi primer día trasplantado sentí la diferencia. La piel me cambió, pude orinar sin problema, me tomé un vaso de jugo de naranja, pude volver a comer patilla (sandía), que tenía prohibida porque me llenaba de líquido”, recuerda.
Tener que “esclavizarse” a una máquina de diálisis por cuatro horas, tres días a la semana, le roba horas de sueño cada noche.
“No solamente caigo yo, cae mi familia, porque todos están conmigo”.