Hace muchos, muchos años, comencé, sin saberlo, un larguísimo viaje en un barquito de papel. Era un viaje de cabotaje, se detenía un rato en un puerto y al poco zarpaba de nuevo. Como viajero impenitente, he ido cambiando de barcos, de puertos, de capitanes y de tripulaciones. Me he adentrado en regiones que solo después supe que eran peligrosas y en muchas en las que las aguas eran tan tranquilas que resultaban aburridas, pero nunca abandone el propósito de seguir adelante tratando de encontrar un tesoro que se me escapaba apenas lo entreveía. Y en ese empeño fui pasando de simple polizonte a grumete, a marino, a capitán y finalmente a almirante.
Me movía y me sigue moviendo la curiosidad. No sabía que sería un viaje sin fin y aunque ahora lo sé, ya no tiene remedio: me seducía lo que iba encontrando y lo que iba comprendiendo y siempre esperaba que lo que encontraría y comprendería fuera aun mayor y mejor, y que cualquier sacrificio bien valdría la pena. Mis ojos de niño contemplaron cosas terribles. Fui testigo de matanzas, de monstruos devorando inocentes, de pasiones que no sabía que significaban pero de las que sospechaba que algún día serian importantes para mí, pero no tenía miedo, nunca lo sentí.
Fue así que fui descubriendo un mundo imaginario, real solo por la voluntad de recorrerlo, tan real y verdadero que el otro mundo, al que estaba obligado a regresar cada tanto, para apertrecharme y cambiar de barco, me resultaba aburrido: su gente, sus costumbres, lo que decían me resultaba tan trivial que quería reembarcarme tan pronto como fuera posible a mi otro mundo en el cual se confundían el tiempo y el espacio, el presente y el pasado; y donde el futuro no tenía nada de inverosímil.
Mi barquito de papel tenia anclas muy curiosas pues aunque parecían anclar el barco en realidad, ellas mismas me arrastraban a otras orillas. Se de varios que hacían el mismo ejercicio de ir navegando y descubriendo nuevas tierras, algunas que eran malditas y sus signos nos alertaban cuando nos acercábamos pero, a la final, no dejábamos de adentrarnos en ellas. No importa cuán ardientes parecieran las arenas o cuan remotos los oasis, no importa si la planicies de hielo eran frágiles y podía hundirme en ellas. Si ocurría, pues mejor: era una garantía de que el viaje estaba valiendo la pena.
Toda lectura es un viaje, un viaje inmóvil, desde una silla, una cama, un banco a la sombra en una plaza que nos lleva a lo desconocido, por arenas ardientes de desiertos ignorados, por mares procelosos, por ríos de piedra, por los aires, a regiones donde reinaba el vacío absoluto y los cometas estaban al alcance de la mano. Y siempre regresaremos de ese viaje mejor de lo que éramos cuando lo emprendimos. Por desgracia, muy poco podíamos hablar con otros de esos viajes, de los tesoros que traíamos de regreso y que aún hoy, muchos años después, siguen conmigo. Claro que a veces intentábamos explicar por dónde andábamos, con quien andábamos y como hacíamos para salir de los enredos en los que nos metíamos y porque no traíamos huellas visibles de tantas batallas en las que participábamos. Pronto descubrí que era inútil, no nos creían. Los viajeros de papel somos pocos.
Esos barquitos, aparentemente tan frágiles, tan desechables, no tenían nada de frágiles. Jamás se hundían, podían capeaban temporales y mantenerse firmes ante ataques de monstruos marinos. Nunca ninguna tormenta me hizo perder a alguno de mis tripulaciones y siempre llegábamos a destino, aunque no supiéramos que ya habíamos llegado.
Y aquí seguimos, siempre con la esperanza de que la flota de papel se multiplique en una inmensa armada de lectores.
Va Pensiero – Viajando en un barquito de papel
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