En una de mis canciones para niños, titulada Cuando sea grande, recogí de boca de los pequeños versiones de lo que quieren ser cuando sean adultos. Las profesiones más aspiradas eran, y siguen siendo: doctor (médico), bombero, pintor, maestro, heladero, varias más y… policía.
Para los niños el policía es el símbolo más esencial del poder, poseedor de un aura de protección que abarca más allá del radio donde se desenvuelve, tal y como ocurre con los súperhéroes. Por eso escribimos: Cuando sea grande, seré un señor policía, cuidaré de noche y día, el mundo será mi amigo y nadie será ladrón.
Al encontrarnos frente a un evento que nos pone en peligro, lo primero que se viene a la mente es: Hay que llamar a la policía y si estamos metidos en algún problema, la aparición de un agente uniformado nos tranquiliza porque, se supone, nos ayudará a salir del atolladero. Esto sucede en cualquier parte del mundo, excepto en Venezuela.
En nuestro país, sumido en una violencia sin parangón, la figura se ha desvirtuado en una generalización que injustamente abarca a todo el cuerpo de seguridad pública. Se les endilga pertenecer a los grupos de matraqueros, secuestradores y asaltantes y por ello la ciudadanía ha terminado por temerle más que al mismo malandraje. Pero es un error meter a todos en un mismo saco, porque no es así. Hay variedad en la viña del señor: unos buenos, unos regulares, otros malos.
¿Qué hace que un policía sea, como lo definieron mis pupilos: amigos del mundo? Por una parte la disposición y obligación de las autoridades en la formación integral de estos agentes del orden público, por lo tanto es responsabilidad de quienes ejercen el poder, seleccionarlos apropiadamente y prepararlos para la toma de decisiones frente a las crisis o los simples problemas cotidianos, hacerles convincente la rectitud de su desempeño y darles lo que debería ser el último recurso a utilizar: un arma.
A la formación profesional han de sumarse los conceptos de vida y valores que caracterizan el entorno familiar y social. Y el resultado no es el más halagador debido a las condiciones sociopolíticas en que estamos inmersos.
Una empleada que me ayudaba en las labores domésticas tenía dos niños, el mayor se destacaba por ser buen estudiante y poseer un carácter apacible. Al culminar el bachillerato decidió ser policía. El hermano menor, que desde pequeño asomaba una personalidad irascible y rebelde (tal vez era un niño incomprendido, con problemas de aprendizaje que nunca se detectaron ni trataron) decidió ser ladrón. Los dos crecieron bajo un mismo techo, fueron a la misma escuela y tomaron rumbos opuestos. La madre sufría por partida doble, aterrada por los riesgos que enfrentaba el mayor en la calle y por el peligro del otro en la cárcel. Ambos murieron asesinados. Lo más triste es que Armandito perdió la vida en un operativo contra la banda a la que pertenecía su hermano, en ella estaban sus antiguos compañeros de trompos, metras y papagayos.
El temor a ser víctimas mortales y los míseros salarios merman considerable- mente el reclutamiento de nuevos agentes del orden. Los ya formados migran a los cuerpos de seguridad privados donde encuentran mejores alicientes. Otros, se dedican al rebusque y al redondeo, llámese robar, chantajear o secuestrar. Los menos, son cada día menos.
La matanza y persecución de los policías por parte de bandas armadas (y muchísimo mejor armadas) se ha incrementado, en los últimos meses, de manera alarmante. Entre la impunidad y la ausencia, cada vez mayor, de agentes del orden, el hampa ha tomado los espacios.
La paranoia ciudadana no es gratuita ni inventada. A menudo me siento como los peregrinos que atravesaban inmensos territorios desolados en sus carretas hacia el lejano oeste norteamericano, esperando con espanto las flechas y la muerte. En el ambiente de barrios, urbanizaciones, pueblos, ciudades y carreteras, es decir en todo lugar y en todo momento reina una sensación colectiva de desamparo y angustia.
Los antisociales, que alguna vez fueron niños de mirada pura y sedientos de afecto, se han convertido en seres deshumanizados capaces de matar a su propia familia y amigos. La droga los ha vuelto irracionales. La rabia y el resentimiento los ha vuelto irreductibles. Las necesidades de consumo (del que sea) les hacen justificar su sociopatía.
Me consuela que existe mucha, mucha gente preocupada, ocupada y trabajando para rescatar a quienes son rescatables y para prevenir la violencia desde la infancia. ¿Pero cuánto tiempo pasará para que podamos caminar sin temor y a medianoche por las calles? Y mientras… ¿Quién podrá defendernos?