Una de las búsquedas más acuciosas del hombre actual es hurgar en la vida y obra de los héroes del pasado para empañar su memoria. Es una cacería de brujas que pide un ¡ya basta! Este examen inclemente responde, sobre todo, a ciertas posiciones políticas que se creen de avanzada y, por sus repetidos fracasos, están más bien obsoletas.
América y España, principalmente, pero también el resto del mundo, tenían un héroe común, porque todos reconocían su hazaña que cambió la visión del planeta, pues no sólo confirmó lo que ya la ciencia anunciaba -la redondez de la tierra- sino que descubrió un continente y se realizó entonces ese trascendental encuentro de dos mundos que cambió la historia. El 12 de octubre de 1492, que acabamos de conmemorar la semana pasada, siempre fue para nosotros el Día de la Raza, nombre con buen acierto escogido, porque nosotros los americanos de hoy nos empezamos a hacer ese día, cuando el español llegó para muy pronto mezclarse con los aborígenes. Resulta que los puristas nacionalistas de ahora, encabezados en Venezuela por el ilegítimo difunto, empezaron a poner el grito en el cielo porque y que los conquistadores avasallaron y maltrataron a los indios, por eso debíamos renegar de nuestros antepasados ibéricos -como si la sangre se pudiera desinfectar con cloro- y por lo tanto, desde ese momento, el 12 de octubre -y supongo que para no quitar la fiesta nacional que hubiera enojado a todo el país- pasaba a denominarse Día de la Resistencia Indígena.
¡Qué cosa más cursi y más falsa! ¿Cuál resistencia? Al principio, los indios recibieron encantados a los españoles, ¡si les cambiaban oro y perlas por espejitos! Más bobos no podían ser. Después fue que vinieron los desmanes de los conquistadores y el sufrimiento indígena, pero señálenme un lugar del mundo que haya sido descubierto, conquistado e incorporado a la civilización sin dolor. ¿Necesario? No, pero el ser humano siempre ha sido así, tiene la impronta del pecado original y abusa de los más débiles. En todo caso, no fue Cristóbal Colón el gran responsable de lo males que pudieron acarrear la conquista y la colonia, fueron otros. Él condujo con empeño heroico, a través de un mar desconocido, a un montón de hombres miedosos e incultos y los hizo topar con un nuevo continente. Duélale a quien le duela, el descubrimiento, hazaña inmortal, es más que suficiente para respetar su memoria.
¡Ah, no! Había que derrumbar la estatua del Almirante que señalaba, en consonancia con la escultura de Alejandro Otero -Abra solar- en sugestivo conjunto entre Los Caobos y la Plaza Venezuela, un punto en el horizonte, acaso un mejor destino para Venezuela, que estos iconoclastas criollos vinieron a destruir.
Desgraciadamente, la locura anti-colombina no es solo aquí. Ahora les entró en los Estados Unidos. Grupos aguerridos quieren acabar, no sólo con el tradicional desfile de todos los años en homenaje a Colón, que hacen descendientes de españoles e italianos, sino también eliminar estatuas y plazas dedicadas a él y hasta los nombres derivados que tienen instituciones, como la neoyorquina y prestigiosa Columbia University. ¡Iconoclastas -tal vez sería mejor decir icolonastas- gringos habemus!
¿Y si les entra la misma epidemia a los colombianos? A lo mejor y el nombre de su patria tal vez pasaría a ser Marulandia o Escobaria.
¿Qué utilidad tiene ensuciar la memoria de los héroes del pasado? ¿Acaso esclarecer la verdad? Lo dudo mucho, porque la historia la cuentan los hombres y cada quien lo hace a su manera.