Me inicié muy joven en la lectura de Teilhard de Chardin. Me deslumbró su tesis acerca de la evolución de la conciencia. La revelación de que todo lo que existe, incluyendo las formas más elementales, tiene conciencia me marcó de tal manera que, acaso sin darme cuenta, aparece en casi todos mis escritos, incluso en mis libros para niños.
Más allá de la humanización de animales y cosas con las que narro mis cuentos y ejerzo la poesía está la convicción de que la vida, entendida como el universo y el cosmos, es una red en continua evolución que conecta diferentes niveles de conciencia.
Mi empeño en pregonar el desarrollo de la empatía y la alteridad como bases para la formación de la conciencia moral, viene seguramente de esas lecturas deslumbrantes.
La otredad no es solo “el otro” humano, es todo lo que nos rodea. El ser humano viene a ser el centro de una espiral que va creciendo desde lo que siente nuestra piel a los espacios que nos rodean: hogar, barrio, ciudad, país, continente, planeta, sistema solar, galaxia, cosmos…Y todo lo que nos rodea tiene conciencia.
Escudriñar el concepto del Punto Omega vislumbrado por Teilhard, como el final de la evolución es abrirse a otras dimensiones del pensamiento: la ascendencia de una pluralidad humana fundida en un pensamiento asociativo de belleza, solidaridad, bondad y amor.
El Punto Omega es la unificación espiritual de todo lo que existe. Dice el jesuita poeta: El amor es una reserva sagrada de energía; es la sangre de la evolución espiritual.
Siguiendo los pasos de esta teoría, el ascenso del ser humano es empujado por la fuerza del Amor-Energía para fundirse con la Conciencia Suprema. El filósofo teólogo completa su tesis al afirmar que el amor es intrínseco a la vida, independientemente a la forma de vida y a sus niveles de conciencia.
Otro de mis pilares es Francisco de Asís, primer hippie de la historia y un avanzado ecologista. Francisco de Asís, desde una perspectiva simple pero profunda, nos mostró también la existencia de la fraternidad en toda la creación.
El humildísimo santo de Asís viene a ser el Teilhard del siglo trece. Este asceta consideraba a todos los seres y elementos como hermanos en la creación y como tales debían ser amorosamente tratados.
Así nos presentó, en el Cántico a las criaturas, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano pájaro, al hermano árbol. Y en extensión nos hizo sentir al hermano río, al hermano bosque, al hermano mar.
Este acercamiento a Teilhard de Chardin y a Francisco de Asís viene dado, y muy a propósito, por lo que está sucediendo en nuestro planeta.
Terremotos, deslaves, desbordamientos de ríos y lagos, erupciones volcánicas, tsunamis, huracanes, tornados y disminución de los glaciares, son las estremecedoras noticias de los últimos días.
Los desastres y catástrofes se suceden con una frecuencia inusitada en todos los continentes. Las voces de los ambientalistas, desde hace ya muchos años, no han cesado de advertir que el ser humano es el responsable del desequilibrio que amenaza con destruir la tierra.
El calentamiento global ha modificado sustancialmente no solo las temperaturas y las estaciones, sino las cotas de los océanos. Los desiertos avanzan o aparecen donde no habían, los ríos mueren y el agua va desapareciendo del planeta azul del agua.
La naturaleza reclama y pasa factura a las agresiones de las que ha sido víctima. ¿Habrá recursos para pagar esa deuda? ¿Se habrá escrito ya la sentencia? ¿Habrá oportunidad para resarcir los daños hechos Otro Francisco, el Santo Padre, escribió la encíclica Laudato Si, Sobre el cuidado de la casa común, que no es más que nuestro planeta azul del agua.
Quiero compartir con sus primeros párrafos, la invitación para hacer conciencia y preservar el hogar que nos ha deparado el destino común: 1. «Laudato si’, mi’ Signore» – «Alabado seas, mi Señor», cantaba san Francisco de Asís.
En ese hermoso cántico nos recordaba que nuestra casa común es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos: «Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba»
2. Esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla.
La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados
y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que «gime y sufre,dolores de parto» (Rm 8,22).
Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura.
En el año 1999 escribí un largo poema en un libro titulado Canto a los niños del tercer milenio. Se trata de un diálogo con esos niños que reclamarán a las generaciones que le antecedieron el daño que hicieron al planeta. Acá algunos de sus versos.