El primer documento o hito mediato – al que sigue el Pacto de Punto Fijo – sobre el que adquiere soporte intelectual la república civil democrática venezolana y cuya armazón cede en 1999, antes de que se instale el despotismo y ocurra una regresión al tiempo en que el hambre, la ignorancia, y el vicio vuelven a ser bases del edificio de nuestra amoralidad política es el Plan de Barranquilla, suscrito en 1931. Entonces tiene lugar un claro deslinde con los seguidores del comunismo.
Al concluir su relectura, para mis adentros reparo en la actitud reflexiva y los jóvenes firmantes – entre otros Rómulo Betancourt y Simón Betancourt – ante una circunstancia agonal para Venezuela no distinta de la actual: insurgencia regional, crisis económica, descontento popular, anarquía entre los servidores del despotismo por incapacitados para avenirse sobre la sucesión del dictador Juan Vicente Gómez. Hoy, qué duda cabe, aquéllos serían denunciados como opositores de teclado.
El caso es que, admitiendo que el final de la dictadura vendría por uno u otro lugar, dadas las condiciones objetivas, consideran que, a los opositores de vanguardia, los de afuera, los exiliados, y los de adentro, les era indigno mantenerse a la expectativa o bien empeñarse, por muy justo que les pareciese, en una condenable acción unilateral.
¿Acaso lo vertebral o imaginable era la concertación entre los aliados tácitos o expresos o empleados del déspota y los opositores, unos desesperados por sus finales y otros urgidos del final del tiempo del oprobio, al costo que fuese? De haber sido así, como se lee en el histórico documento, todo el hecho político y la misma presencia del gendarme necesario se reduciría y explicaría alrededor de la “zamarrería” y “la ausencia de fronteras morales”.
Pues bien, por haber mirado más allá de las circunstancias y puesto de lado sus propias circunstancias, en otras palabras, por haber entendido que “hasta ahora no ha tenido Venezuela en su ciclo de república ningún hombre cerca de la masa, ningún político identificado con las necesidades e ideales de la multitud”, reza el texto; y por conscientes de que “las apetencias populares han buscado, en vano, quienes las interpreten honradamente y honradamente pidan para ellas beligerancia”, decidieron trabajar para las generaciones futuras, se empeñaron en hacer república, pues Venezuela era algo más que sus oligarquías políticas.
Optaron, así, por separarse del vicio que marcara – todavía lo hace – nuestro decurso histórico, a saber, considerar a la política como “la alternabilidad de divisas partidaristas en unos mismos grupos ávidos de lucro y de mando, identificados en procedimientos de gobierno y de administración”.
He aquí, pues, lo central, que repito y escribo en anterior columna revisando la experiencia de la oposición chilena a la dictadura de Augusto Pinochet. Fracasados, obviamente, los intentos mediados de diálogo entre éste y la primera, facilitados por la Iglesia, el diálogo verdadero hubo lugar– como le ocurre a los autores del Plan de Barranquilla – entre los conductores del porvenir de esa nación sureña y por el mismo motivo que anima y se señala en el histórico libelo: “Coexistiendo con la tarea concreta de acopiar elementos de todo orden para la lucha…, debe desarrollarse activamente otra de análisis de los factores políticos, sociales y económicos que permitieron el arraigo y duración prolongada del orden de cosas que se pretende destruir”; justamente, para evitar “el error de suponer que con la simple renovación de la super estructura política estaba asegurado para Venezuela un ciclo de vida patriarcal”.
Visto lo inmediato, la final y unánime reacción compacta de toda la comunidad internacional en contra de un hecho preciso, distinto de los 140 escuderos caídos y los centenares de presos políticos que deja a la vera y como sus víctimas el régimen de Nicolás Maduro, es decir, el desconocimiento por éste del principio del voto universal, directo y secreto, secuestrado para instalar, con apoyo de la Fuerza Armada, una espuria y dictatorial asamblea nacional constituyente; y la coincidencia, al respecto, del claro mandato que le da el pueblo a la “vanguardia opositora” en la consulta del 16 de julio pasado, cuando su mayoría “rechaza y desconoce” tal constituyente por nacida sin su aprobación previa; cabe preguntarse ahora ¿cuál hubiese sido el comportamiento de los redactores del Plan de Barranquilla?
¿Qué dirían de observar que el narco-despotismo instalado en Venezuela [uso la expresión con propiedad y bajo prueba de las máximas de la experiencia], desde el día siguiente a los hechos narrados sesiona con los mandatarios del pueblo y, entre otras cuestiones, de espaldas a la orden soberana, debaten sobre el eventual reconocimiento a la constituyente dictatorial?
Dos enseñanzas del Plan vienen a propósito y las transcribo sin aditamentos: “El balance de un siglo para los de abajo, para la masa, es éste: hambre, ignorancia y vicio. Esos tres soportes han sostenido el edificio de los despotismos… [y] presumen espíritus simplistas, viciados de la tradicional indolencia venezolana para ahondar problemas, que “asociaciones cívicas” y otros remedios fáciles de la misma índole bastarían para promover en el país un movimiento de dignificación civil”.
Los 8 predicados del Plan de Barranquilla, cambiando lo cambiable, gozan, es lo insólito, de una vigencia increíble pasados casi 90 años: 1. Hombres civiles al manejo de la cosa pública; 2. Libertad de prensa y garantía de derechos humanos; 3. Confiscación de los bienes de los hombres del régimen y su entrega al pueblo; 4. Enjuiciamiento – tribunal de salud pública – de los responsables del despotismo; 5. Protección de las clases productoras; 6. “Desanalfabetización” de las masas: moral y luces, a fin de dignificarlas; 7. Revisión de los contratos y concesiones dadas por la dictadura; 8. Convocatoria de una verdadera asamblea constituyente, para que elija un gobierno provisional y reforme la Constituciónpara eliminar las razones de fondo “que permitieron el arraigo y duración prolongada del orden de cosas que se pretende destruir”, como cabe reiterarlo.