Desde el momento en que Jesús dejó fundada su Iglesia, comenzó a anunciar a los Apóstoles que debía ir a Jerusalén, donde tendría que sufrir mucho.
Al primero de estos anuncios del Señor, Pedro llama a Jesús aparte y le protesta, diciéndole “Dios te libre, Señor. Eso no te puede suceder a Ti” (Mt. 16, 21-27). La respuesta del Señor a Pedro es sumamente dura: “Retrocede, Satanás… porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres”.
Sorprende esta respuesta del Señor, porque pocos momentos antes Pedro había sido nombrado jefe de la Iglesia y Jesús lo había felicitado por haberlo reconocido como el Mesías. Pero en este momento llama a Pedro “Satanás” y lo acusa de tener el modo de pensar de los hombres.
Efectivamente, Pedro piensa en esto como los hombres y no como Dios. Y es que el pensamiento de Dios es muy distinto al pensamiento del mundo. ¡Cómo nos equivocamos los seres humanos cuando pretendemos que Dios se adapte a nuestro modo de ver las cosas, en vez de nosotros adaptarnos al modo de pensar de Dios!
San Pedro se equivoca creyendo que el Mesías, el Hijo de Dios, no podía ser perseguido y ajusticiado. Y con esto expresa algo que es muy lógico para el pensar de los hombres, pero no para Dios: si alguien es tan importante como el Mesías esperado, éste tiene que ser una persona de éxito y de victoria; no puede morir perseguido y fracasado. ¡Lo que Jesús está anunciando, sencillamente no puede ser!
Además San Pedro está rechazando el sufrimiento para Jesús. Así nos sucede a nosotros: no queremos sufrimiento ni para nosotros, ni para los nuestros. Pero resulta que en el plan de Dios, el sufrimiento bien llevado trae muchos beneficios. Y todo sufrimiento -aceptado en amor a Dios- tiene un valor ¡tan grande! que sirve para redención del que sufre y, además, para muchos otros.
Es lo que Cristo nos propone con su ejemplo y con su Palabra. Pero… ¡qué difícil es comprender y aceptar el misterio del sufrimiento humano!
Al informarnos sobre su propia Pasión y Muerte, Cristo no se detiene allí, sino que hace un anuncio aún más impresionante: no sólo va a tener que sufrir El, sino que cada uno de nosotros, si queremos seguirlo, deberemos también sufrir con El. “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará”. ¡Qué distinto pensamos nosotros!
Y ¿cómo es esto de que hay que perder la vida? Veamos qué es lo que Cristo nos quiere decir: hay que renunciar a lo que “pareciera” que es la vida. Placer, poder, riqueza, éxito, lujos, comodidades, apegos, satisfacciones… todas estas cosas –y no todas son ilícitas- forman parte de esa “vida” a la que hay que renunciar para abrazar la cruz de nuestros sufrimientos.
Si nos disponemos a perder esas cosas que parecen tan buenas y necesarias, obtendremos la Verdadera Vida; es decir, la que nos espera después de esta vida aquí en la tierra. Si por el contrario, nos parecen esas cosas -u otras similares- muy necesarias y equivocadamente tratamos de salvarlas como si fueran lo más importante en la vida, podemos correr el riesgo de perderlo todo: lo de aquí y lo de allá, la vida y la Vida. Y… ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su Vida? (Mt. 16, 26)
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