Sin libertad de expresión la democracia es imperfecta. Esta máxima quedó más
vigente que nunca tras la reunión semestral de la Sociedad Interamericana de
Prensa que culminó en Brasil esta semana.
No se debe solo a los 18 periodistas latinoamericanos asesinados este año,
ni al bullying gubernamental ni al acoso legal contra medios de comunicación
privados, pero a dos temas que trascienden a estos grupos y que afectan la
libertad de expresión de los ciudadanos: Las restricciones a la información
pública que los gobiernos están obligados a ofrecer y el burdo bombardeo
propagandístico estatal, como si se viviera en un proceso de elecciones
permanentes.
Estas dos características desnaturalizan la esencia de la democracia, la que
no se basa solo en el derecho del ciudadano a votar, sino en el deber del
gobierno a informar sin mentir y a rendir cuentas de sus acciones. Para que
el sistema funcione, la democracia tiene en las ONGs y en la prensa privada
a sus anticuerpos, las que deben tener libertad y garantías para fiscalizar
al poder público.
Existen gobiernos y grupos que reniegan de esa acción fiscalizadora
ciudadana. En un mensaje a la SIP, el premio Nobel argentino, Adolfo Pérez
Esquivel, y un grupo de intelectuales, calificaron a la institución de
«Cartel» compuesto por dueños de medios «que concentran y monopolizan el
sector», y que se oponen a la «democratización de la comunicación».
Invalidaron así, que periódicos de familias como El Universal de Caracas, El
Comercio de Lima, La Nación de Buenos Aires o el New York Times de los
Sulzberger, tuvieran derecho a existir.
La SIP y los medios no se inmutan por descalificaciones, ya que las han
experimentado con diferentes gobiernos arbitrarios, desde Augusto Pinochet a
Hugo Chávez, Alfredo Stroessner a Rafael Correa o de Alberto Fujimori a
Cristina de Kirchner. Pero ahora, lo que por «democratización de la
comunicación» se vende, es el falso precepto de que los medios privados
pretenden el dominio económico, oprimir a los pobres, son corruptos y
antidemocráticos, por lo que el Estado debe disciplinarlos y asumir o
subsidiar canales informativos propios para decir la «única verdad».
Ese estatismo comunicacional – a lo que el expresidente peruano Alan García
denominó el «opio de los pueblos», rescatando la famosa sentencia que Karl
Marx atribuía a las religiones – lo vienen consumando los gobiernos de
Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. No satisfechos con la
creación de docenas de medios estatales a los que manejan como propios, han
instituido gigantescos aparatos de propaganda, en los que se vierte
información dirigida, sin contraste ni equilibrio.
Es cierto que existen medios privados que también manipulan información,
pero está el público para desecharlos o no prestarles atención. Los medios
estatales son distintos. Por su carácter de públicos, porque pertenecen a
todos y están hechos con los recursos de todos, el gobierno tiene la
obligación de ser objetivo, equilibrado, no manipular información ni mentir
sobre estadísticas oficiales de pobreza e inflación, como ocurre en
Argentina y Venezuela. Si el gobierno miente, difícil resultará la
implementación de políticas públicas para solucionar esos problemas.
También es grave, cuando los gobiernos, además de manipular datos, omiten y
traban el acceso a la información pública. En los informes de violaciones a
la libertad de prensa que repasó la SIP, tanto de Argentina, Canadá, Cuba,
El Salvador, Ecuador, Haití, Nicaragua, Panamá, Uruguay y Venezuela, esta
dificultad se observa como estructural. Pese a que en muchos países existen
leyes que obligan a los gobiernos a ofrecer la información oficial a los
ciudadanos sin cortapisas, en la práctica el acceso se restringe y los
estados siguen inmersos en la cultura pasada del silencio y el secretismo.
Si los gobiernos realmente quieren «democratizar la comunicación» deberían
informar con la verdad, sin necesidad de saturar a la ciudadanía propalando
en forma constante por cadenas nacionales, actos políticos y medios
oficiosos. Estos métodos populistas de propaganda y de restricción de
información oficial para dominar la opinión pública, tienen como
consecuencia la instauración de democracias cada vez más imperfectas.
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