No cabe duda que las personas que tienen interés, como profesionales, como aficionados o como simples ciudadanos, en entender los procesos históricos que están ocurriendo en Venezuela, está viviendo un tiempo privilegiado que pocas veces se observa en directo: el de una sociedad que busca salidas enfrentadas y antagónicas a una grave crisis política, económica, institucional y ética y que es sufrida por una parte importante de la población que también pasa por muy serias dificultades.
Digo que todo esto sería apasionado si no fuera porque no solo somos observadores, sino que también cada uno de nosotros está involucrado y está gravemente sometido a esos mismos avatares y circunstancias. Es como si estuviéramos asistiendo –a una escala mucho menor, por supuesto- al desarrollo de la revolución francesa, al de la revolución bolchevique o al comienzo de la guerra civil española. Solo falta que un John Reed criollo escriba una versión tropicalizada de su muy clásico “Diez días que estremecieron al mundo”. Y lo que preocupa a muchos es que se esté incubando una guerra civil con muchos muertos y muchos daños y que no necesariamente signifiquen el paso inmediato a unas mejores condiciones de vida.
Las guerras civiles no comienzan simplemente porque alguien decidió comenzarlas. Suelen venir precedidas de un largo tiempo de violencia, de caos, de incompetencias gubernamentales, de poblaciones enfermas y con hambre, de reclamos sociales insatisfechos, de desencuentros y frustraciones que han podido resolverse si hubiera la voluntad política de dialogar y de aceptar que ninguna de las dos o más partes tienen toda la verdad y que todos deben ceder en alguna de sus expectativas.
Las guerras civiles comienzan poco a poco: hoy ocurre un grave incidente que es visto como una agresión del bando contrario, mañana ocurren otros incidentes como respuesta del bando contrario y así va la escalada mientras los radicales de lado y lado atizan los ánimos y convierten en una misión patriótica destruir o aniquilar a los otros.
Afortunadamente no he escuchado a nadie llamar a las armas, armas que, de paso, por ahora solo las tienen el ejército y sus colectivos. Pero puede ocurrir que alguien prepare un grupo armado dispuesto a enfrentarse con las armas al ejército y los colectivos. O preparen atentados contra las sedes de los partidos de uno de los bandos o contra las edificaciones de las instituciones gubernamentales o hagan estallar bombas en sitios atestados. En fin, que se repita la misma historia de cómo han empezado las guerras civiles.
Que no nos quede duda: gran parte de las responsabilidades de estos estallidos de violencia recaen en los líderes radicales de todos bandos cuando se empeñan a jugar a un todo o nada y se hace creer, al pie de la letra, eso de que es preferible morir como héroes que vivir como esclavos, olvidando que quienes así hablan lo hacen pensando en que no son ellos, sino otros los que van a morir.
Finalmente, la escena se torna confusa, nadie sabe quién es quién ni de dónde vienen o van los disparos, el gobierno deja de gobernar,se abandona la política en favor de la violencia y si hoy aun no hay unas zonas que son de unos y otras que son de los otros separadas con líneas de frentes de guerra, en cualquier momento esas líneas pueden comenzar a ser trazadas y consolidadas por la incapacidad de dialogar y ceder.
Escribo esto en la madrugada del 4 de agosto, deseando que no resulte ser un texto trágicamente profético.