Laureano Vallenilla Lanz, el autor de Cesarismo Democrático, recibió una nota de un tal Badaraco, dirigida a su nombre pero con variación en el apellido: Ballenilla. El sarcástico historiador le espetó al mensajero: “Dígale a ese señor que Vallenilla no se escribe con B de Badaraco”. Lectores, ya saben por dónde vengo.
Escena digna de una antología de la bellaquería: el presidente de la Asamblea Nacional va, con todo derecho, a pedir una explicación de la abrupta y no anunciada llegada al recinto legislativo de unas cajas que aportan unos soldados, parece que enviadas desde el Consejo Nacional Electoral, de dudoso y abusivo poder, que no le corresponde. Lo recibe, con notoria altanería, el comandante o coronel de la guardia nacional responsable de la seguridad del Parlamento. Éste no deja ni siquiera hablar al Dr. Julio Borges; le pide, de mala manera, que se retire. Borges, con dominio y elegancia, que sólo tienen los hombres de verdad ante situaciones brutales e incontrolables, da media vuelta y se va. El muy valiente militar Bladimir Humberto Lugo Armas, rodeado de sus sumisos armados, le da, sin motivo alguno, un empujón por la espalda, ¡al Presidente de la Asamblea Nacional, el único poder legítimo en el país, elegido por el pueblo! Jamás una falta de ortografía en un nombre fue más acertada.
Imagino los sentimientos internos de Julio Borges en aquellos momentos. Se revolvería todo su ser por la impotencia ante la maldad y la injusticia. Su pensamiento iría a sus pequeños cuatrillizos que, cualquier gesto suyo de reacción airada, podría dejarlos huérfanos. Quien no tiene alma y encima es cobarde, no se para en nada; el que la tiene y es de corazón valiente, sabe controlar sus pasiones. ¡Chapeau, Dr. Borges!
Desgraciadamente hoy, en Venezuela, hay demasiados candidatos para figurar en esa antología aludida. No es que no los hubiera antes, pero una cantidad tal, en un solo régimen, no creo. Hay uno, no tan conocido, pero digno candidato para el Tribunal de La Haya. Director de la prisión militar de Ramo Verde, donde estuvo hasta ayer -hoy en casa por cárcel- en larga e injusta prisión un valioso político civil bajo las más burdas y falsas acusaciones, además de otros en iguales condiciones. No sé si ese hombre sigue ahí o ha sido trasladado a otro destino, o ascendido, pues ahora ascienden a quienes deberían descender. También ignoro si conserva el rango de coronel, en todo caso, se llama, absurdamente, Homero Miranda. No tiene nada del gran poeta griego ni del Precursor de nuestra independencia. Cuéntenlo Leopoldo López y los otros prisioneros que han sufrido su crueldad.
Prefiero los civiles como gobernantes, sin embargo, no soy crítica acerba de los militares. Los he conocido muy valiosos, como el general Rafael Alfonzo Ravard, responsable de la electrificación del Caroní. Aunque me trató como un soldado raso cuando, por mi trabajo, visité la región y tuvo la cortesía de hacerme un recorrido turístico para apreciar el impresionante salto Macagua, que iba a desaparecer y las valiosas ruinas de la misión de Caruachi.
Pero basta ya de botas al mando. Las fuerzas armadas venezolanas han desvirtuado su razón de ser. Son para resguardar la paz de la república, la separación de los poderes y el libre ejercicio de la democracia. No lo están haciendo: sus armas van contra el pueblo y las hago responsables de la sangre joven que hoy corre en nuestras calles.
Que se entierren en el fondo oscuro de la historia los Millán Astray, Tejero y Carujo, Bladimir, Homero, Bernal… ¡Queremos la inteligencia y la paz!