Dedico con cariño a mi gente allá en el Valle del Cauca y a mis consuegros Hernán y María Elena Reyes, señores de la finca cafetalera “La Moraima” un paraíso como pocos.
El ser humano nunca se cansa de buscar algo diferente que le otorgue libertad, felicidad y tranquilidad; es justo lo que ocurre en un breve viaje por los verdes caminos de la tierra en que se nace. Cuando se viaja experimentamos la dicha de saber lo que es liberarse de la rutina de siempre lo mismo, siendo precisamente esa búsqueda la que nos impulsa a dar el primer paso. Vale la pena considerar lo grandioso que es para el espíritu darle una mirada de vez en cuando a la maravilla natural que nos rodea.
Hay muchas maneras de disfrutar un viaje, a veces se planean muchas cosas, visitar lugares, ir de compras etc., otras sencillamente sin esperarlo llega la magia y sacude el alma con solo sentarnos un atardecer en el filo de la montaña para ver la espléndida puesta del sol y maravillarse de cómo al ocultarse, su imponencia va arrastrando tras de de sí las sombras que van cobijando el espléndido valle hasta oscurecerlo totalmente. La vista del campo es una hermosura, da sosiego al espíritu, tanto que relaja y cambia hasta la expresión del mismo rostro.
Cuando amanece en el campo toda florescencia es un templo; la brisa mueve las flores alfombrando todo aquel entorno de lilas, de blancos, azules y de oros.
La memoria danza alrededor de una taza de café que en plena florescencia recuerda las hojas del otoño cuando se vuelven rojas. En este ambiente campestre renace la quietud, también el recuerdo y el deseo de vivir, porque un buen café anima el espíritu y también el corazón.
Desde la aparición de las flores hasta la madurez del fruto transcurre cerca de un año para recolectar café. La baya que reemplaza a la flor es un fruto verde en un principio, luego amarillento, después rojizo y por último de color rojo oscuro cuando ya ha madurado. Producir café da mucho trabajo, se requiere de tiempo y de mucha paciencia. No hay nada más placentero que saborear después del arduo proceso el primer sorbo de la cosecha en una vasija de barro.
Decir café en el campo es sentarse al lado del fogón, degustarlo recién hecho ( ciento por ciento café) desayunar con huevos criollos, queso hecho en casa, buñuelos, una arepa de maíz, de choclo o un pan y sacar a relucir cualquier tema en familia, disfrutando el momento de la comida bajo un clima espectacular. Allá fuera la floresta esparce sus fragancias, firme se mantiene la cordillera erguida, un poco más allá se vislumbra la gloria del horizonte abierto y senderitos que invitan el pensamiento a tender sus alas libremente. Allí no se habla de tinieblas, sino de resplandores, del ordeño, del café, de las flores y de la guitarra que ya no da serenatas.
Me atrevo a pensar que en esa tierra labrantía crece la arbórea gestación de los ensueños, para poblar de entrecruzados leños el ambiente vital de cada día.
En esa finca hay de todo: afecto, armonía, leña, humor, maíz, raíces, bellezas, telares que teje el viento, arcilla para crear y un terruño que ama a sus flores porque traen hasta su frente en cada amanecer corolas de alegría.
En el campo se puede descansar bajo un árbol, contemplar la hierba bordeando los cercos de piedra y los corrales, el aleteo de una golondrina bajo el alero, imaginar el llanto de los guaduales o escuchar el trino de un turpial enamorado.
No hay tierra como la mía ni café más suave que el de mi tierra.