Esos dos términos que sirven de título a este artículo, le “paran el pelo” a cualquiera en Venezuela. Se dice que los venezolanos tenemos mala memoria; es decir, que olvidamos con demasiada rapidez. Como es necesario partir de una premisa que justifique el planteamiento que me propongo hacer, lo más saludable es que dé por cierta esa “mala fama” de desmemoriados que tenemos.
Fundamentado en dicho supuesto, creo que hoy, cuando el pueblo democrático, civilista y pacífico está sometido a la barbarie de un régimen violador de los derechos humanos, incluso el de la vida, conviene recordar algunos hechos pasados y compararlos con los que ahora acontecen. El 11 de abril de 2002, después de varias semanas de justos reclamos populares, sin que se produjeran respuestas del tirano de entonces, el pueblo se volcó a la calle y llenó en su totalidad las calzadas y demás espacios de la capital de la república. Banderas, canciones y pancartas eran las armas que portaba la gente para llamar la atención del represor sanguinario de aquellos días.
Recordemos que el dictador y sus cómplices, ante la aguda crisis de culillo que los afectó, planearon una emboscada para masacrar a los hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, que marchaban al tenor de la consigna “ni un paso atrás”. Creía contar el autor intelectual del genocidio que cometería horas después, con la anuencia de su alto mando militar. Al efecto, utilizando un lenguaje cifrado en claves, activó su sistema de radio y dio la orden: “Tiburón I…” Nadie respondió. “Tiburón II…” Continuó el silencio. Siguió llamando desesperadamente, pero –como “el penado 14”, nadie le entendió– la silenciosa negativa de los militares demócratas, institucionalistas y muy respetuosos de los derechos humanos, le hizo comprender que estaba quedando solo en su criminal propósito de matar gente otra vez, tal como lo había hecho el 4 de febrero de 1992.
Es obvio que la correcta actitud del Alto Mando Militar le elevó el culillo hasta el cráneo. Se valió entonces de un grupito castrense mercenario, para que éste activara la instancia más sanguinaria de la que disponía: el Plan Ávila. Los efectos criminales de este plan son harto conocidos, sobre todo por los dolientes de los veinte o más asesinatos y los centenares de heridos que dejó la cruenta arremetida de los esbirros con uniforme, quienes dispararon sus cañones contra un pueblo indefenso a todas luces desarmado. Muchos de los homicidios fueron cometidos por francotiradores. Es lógico que dichos francotiradores sólo podían ser entrenados y ubicados estratégicamente por el régimen. Uno de los tres más altos funcionarios pudo hacerlo, o tal vez los tres en criminal contubernio.
Pues bien, ya disponemos de esta información, de modo que se pueden hacer las comparaciones y analogías, para evaluar y condenar el comportamiento del actual autor intelectual de las vidas que ha cegado el régimen este año y las que ordenó ejecutar en 2014. Y ahora lo más grave: el sanguinario dictador también está proyectando su Plan Ávila. Sólo que él, bajo la creencia estúpida de que el nuestro es un “pueblo de bolsas”, como ellos dicen –él y sus cómplices–, le cambió el nombre: ahora se trata del Plan Zamora. Debo señalar que este perverso plan es mucho más criminal que el del 11 de abril de 2002. ¡Que nadie les pierda la pista también a los criminales materiales!