La situación real de Venezuela está suficientemente clara para propios y extraños. Se acabó la democracia luego de un largo proceso de erosión. Se trata de un golpe de estado ejecutado progresivamente, pero anunciado por el régimen de manera permanente. En consecuencia, mataron al Derecho como instrumento de regulación de la vida ciudadana, de las relaciones entre ellos y de estos con el estado-gobierno. En estas condiciones la nación ha quedado desamparada, prisionera de los caprichos del régimen, de las arbitrariedades, de la violencia y de esta mezcla de ineficacia con la corrupción más vergonzosa de la historia. Todo está más que probado y debidamente documentado.
La inmensa mayoría del pueblo rechaza el esquema en desarrollo para imponer el socialismo comunistoide y quiere poner punto final a esta trágica experiencia. Lo está demostrando. Al principio poco a poco. Desde hace más de dos meses mediante la movilización general de la población a lo largo y ancho del país. Los artículos 328, 333 y 350, entre otros, ofrecen el piso indispensable para desconocer al régimen y luchar activamente por el cambio. Hasta ahora la lucha ha sido pacífica, cívica, de una admirable capacidad de resistencia.
La respuesta del oficialismo no se ha hecho esperar. Llena de odio y violencia física e institucional ha provocado la muerte de varias decenas de jóvenes, la prisión y el acoso de centenares, miles de heridos y la paralización de un país harto de esta cubanización inaceptable.
Ahora profundizan en el disimulo y la mentira. Pretenden hacerle creer al mundo que la violencia policial, de la Guardia Nacional, del Sebin, de algunos colectivos armados por ellos y de las bandas estructuradas por el crimen organizado, son responsabilidad de la oposición, de la MUD, del estudiantado universitario, de la Iglesia, del imperialismo y de eso que llaman la derecha nacional y extranjera. Por supuesto que nadie les cree. Todo cuanto sucede es de la responsabilidad exclusiva y excluyente del cogollo cívicomilitar, ideologizado y corrompido, que gobierna.
La Constitución actual no es perfecta. Todo lo contrario, tiene muchas deficiencias y ambigüedades dañinas, pero también establece con claridad los mecanismos para reformarla, enmendarla e incluso, para elaborar una nueva con propósitos claramente definidos en su texto. El alto gobierno desconoce todo y propone el máximo desconocimiento a su contenido por la forma y fondo en que pretende convocar a una Asamblea Constituyente con propósitos contrarios al interés nacional y a la soberanía e independencia de la República.
Si Maduro conservara una dosis mínima de amor a la patria, debería renunciar, apartarse y abrir la puerta a una transición incluyente para recuperar la democracia y la dignidad perdidas. Tome la iniciativa y evite ser obligado a tener que huir cobardemente. Todavía tiene tiempo, aunque cada día menos.