Decía Víctor Hugo que todas las guerras son siempre entre hermanos, sólo que algunas son justas y otras no. El concepto lo amplía Laureano Vallenilla Lanz en su emblemática obra Cesarismo Democrático, considerando como justificadas las que tienen por objeto la emancipación de los pueblos y el acrecentamiento de la dignidad humana.
Siendo así, la guerra siempre ha estado latente en la historia de Venezuela. Se inició con el descubrimiento y la conquista; se acrecentó durante la independencia; se fomentó entre los caudillos durante la segunda mitad del siglo XIX; se mantuvo con la resistencia contra Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez y la sufrimos con las imposiciones frustradas primero y coronadas después, de Fidel Castro en busca del financiamiento a su revolución, con base a nuestro petróleo.
Siento que nuevamente estamos en guerra, no sólo de todos contra la necesidad de proveernos de alimentos y medicinas, contra la inseguridad y la inflación. Es una guerra entre hermanos distanciados por la aplicación indebida de nuestra máxima ley: la Constitución Nacional, que en teoría debe ser el bálsamo, no la herida; debe ser puente hacia el desarrollo y no la causa de la involución.
La Constitución de 1999, aprobada por referendo nacional y centro de lisonjas oficialistas desde su sanción, se ha convertido de repente en causa de una guerra. De verdad que no entendía la razón de fondo, salvo la superficialidad proveniente de la ruptura del balance entre los poderes del Estado o las sentencias de la Sala Constitucional, para defender lo indefendible.
Pero ahora descubro el fondo del problema, ya lo había advertido el poeta del pueblo Andrés Eloy Blanco, presidente de la Constituyente al declarar la entrada en vigencia de la Constitución de los Estados Unidos de Venezuela en 1947, en premonitorio discurso:
“Pero ella (la Constitución) sola no lo es todo. Cuando una Asamblea hace una Constitución, hace el espejo de un pueblo. Cuando se hace el espejo de un pueblo, tiene que haber un buen pueblo para mirarse en él. Cuando se hace una Constitución, se hace un código de moral, pero no se hace una moral; cuando se hace una Constitución se hace una norma de conducta; cuando se hace una Constitución, se hace una ley de buen gobierno, pero no se hace un buen gobierno. Es el uso de ella, es el empleo de las facultades que ella confiere, es el timón bien llevado, es la proa siempre puesta a la justicia, lo que de ella va a infundir la grave responsabilidad en la conducta de los gobernantes. Ella es la Constitución. Pero todo lo que se haga de acuerdo a sus mandamientos y atribuciones, ha de ser un acto constitucional”.
Ese es el verdadero problema aprobamos una Constitución en 1999 fundada según su propio texto en principios de justicia social, democratización, eficiencia, libre competencia, protección del ambiente, productividad y solidaridad, a los fines de asegurar el desarrollo humano integral y una existencia digna y provechosa para la colectividad.
Ella, ciertamente, no debió imponer la reelección presidencial inmediata, menos aún la perpetua; ni militares con ascensos sometidos al ejecutivo. Pero eso era perfectible. Lo que no pudo aguantar fue la concentración de todos los Poderes en una sola mano, porque eso permitió desviar la búsqueda de la justicia que es su fin postrero. Tampoco pudo soportar el arbitraje parcializado del Consejo Nacional Electoral, guardián depositario del derecho a la alternabilidad. Allí está el origen de la guerra en ciernes que aún podemos impedir. Dios nos ampare a todos!