El último inning de Diego Luis

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Correteaba en los pasillos de la vieja casona de El Impulso, allá por los años setenta. Su padre, Luis Matheus, severo, exigente y preciso en el detalle estadístico, lo instruía en el arte de los averages, la efectividad, los guarismos beisboleros. Anotaba juegos para la reseña y muy niño hacía recopilaciones. Traía en la sangre la numerología.

Desde entonces quisimos a este noble Diego Luis, eterno joven, siempre muchacho, nunca pesado, invariablemente amable. Vivía con el contento en su cara, el chiste a flor de labios. “Diga, Sr. Alfonso”, respondía a los requerimientos propios del trabajo conjunto. Como su padre, ataba crepúsculos y auroras en su faena. El malestar era ajeno a su afable carácter. Resulta, para suerte nuestra, que los Matheus hicieron un paralelo imborrable con esta labor que aún Dios permite desarrollemos. Y se fueron los dos. Por ello se nos ahoga un sollozo inevitable.

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Cuando el padre faltó, el hijo estaba presto, curtido. Llegaron otros tiempos llenos de recursos, estadísticas novedosas, difíciles. Diego Luis las manejaba con sapiencia, rapidez y habilidad. Su respuesta era inmediata para cubrir algún pedido del narrador, el comentarista, el periodista. Hay hijos que no tuvimos, pero parece que lo fueran.

Este barquisimetano del obelisco se hacía querer por su disciplina y puntualidad, aliñadas por su espléndido modo de ser. En los años recientes una niña llamada Isabella le hizo la vida más feliz. Lo entusiasmó para una función más tesonera. Es que era innato ese don de teclear su laptop con velocidad y eficacias incomparables. El vacío a mi mano derecha es hondo, insondable. Hay gente insustituible.

Tan veloz como su excepcional vuelo numérico fue el mal que lo devoró. Era el benjamín, el Dieguito de todos, el dormilón del autobús. Un abrazo a Mary, su madre, a sus hermanas y toda la familia Matheus-Urrieta. Ustedes saben cuánto lo apreciábamos. A fin de cuentas, Diego, la vida termina en el inning de las tristezas.  Dios te guarde.

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