Desde la adopción de la Carta Democrática Interamericana hasta el momento en que el secretario general de la OEA, Luis Almagro, presenta su informe actualizado sobre la ruptura del orden democrático y constitucional de Venezuela, el Sistema Interamericano no ha vivido un momento tan dilemático como el actual. Está sobre un parte aguas, en una hora en la que debe avanzar hacia el porvenir de manos – para no exagerar con los estándares de la democracia – de las reglas más elementales de la decencia o volver atrás, hasta las líneas en la que el cinismo y la mordacidad se hacen característicos de los gobiernos de sus Estados miembros.
Pienso, a propósito, en la época en la que, orillando la dignidad humana de los pueblos que oprimen las dictaduras militares sentadas y dominantes en su seno, afirma, desde Caracas, en 1954, que el ejercicio “efectivo” y cabal de la democracia reclama, entre otras medidas de relieve “los sistemas de protección de los derechos y las libertades del ser humano mediante la acción internacional o colectiva”.
Samuel Huntington, politólogo norteamericano fallecido, describe bien las olas democratizadoras que ha vivido el mundo: una con las revoluciones francesa y americana; otra como hija de las enseñanzas de la Segunda Gran Guerra; y la que ocurre, finalmente, con la globalización, que da cuenta de los procesos democratizadores de Europa oriental. Mas antes de hablarnos de su tercera ola, hacia mediados de los años ’70, al alimón con Crozier y Watanuki, Huntington da cuenta de la crisis de la democracia por la ingobernabilidad que provocan la incapacidad sobrevenida de los Estados y sus instituciones ante las demandas exponenciales de una ciudadanía en avance social autónomo, al punto de sugerir la reinvención de aquéllos y de ésta. Como es obvio, dentro de procesos de final abierto y sirvientes del Mito de Sísifo.
Pero cabe decir que para los parteros de la democracia civil contemporánea en las Américas, a diferencia de Huntington – para quien ésta se reduce a la vigencia de métodos electorales – una cosa es el origen de la democracia y otra sus condiciones obligantes de ejercicio real; para que no se presenten equívocos o confusiones entre quienes, con fuerza de carboneros, luchan por la forja de democracias verdaderas y socialmente sensibles.
Es verdad, incluso así, que en 1948, Rómulo Betancourt, asistente a la Conferencia de Bogotá, afirma que los “regímenes que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los tiranicen con respaldo de policías políticas totalitarias, deben ser sometidos a riguroso cordón sanitario y erradicados mediante acción pacífica colectiva de la comunidad jurídica interamericana”. Hoy, la tesis de la exclusión ha cedido, pero no los principios de la democracia y menos la tolerancia hacia sus enemigos.
Como consta en la Carta Democrática de 2001, los miembros de la OEA deben dar asistencia “para el fortalecimiento y preservación de la institucionalidad democrática”, “adoptar decisiones dirigidas a la preservación de la institucionalidad democrática y su fortalecimiento”, “promover la normalización de la institucionalidad democrática”. Empero, ante “una ruptura o una alteración que afecte gravemente el orden democrático”, no pueden admitir que el gobierno responsable siga ejerciendo, sin más y con desprecio por sus pares, los derechos que le confiere su membrecía dentro del club de las democracias. Así de sencillo.
De modo que se trata de una suspensión – no es una expulsión – y ha lugar cuando las gestiones para que cese la ruptura se hacen infructuosas y se mantiene hasta tanto la democracia alcance su restablecimiento.
La Carta, cabe recordarlo, no es causahabiente de un delirio de los gobiernos que la adoptan al apenas iniciarse el siglo XXI y sobre supuestos devaneos neoliberales, como lo arguyen sus enemigos socialistas de nuevo cuño. Ella se mira, como antecedente inmediato, en la experiencia peruana de Alberto Fujimori, precursor de las neo-dictaduras que luego practican Hugo Chávez, Rafael Correa, Evo Morales, Daniel Ortega, y ahora Nicolás Maduro. Llegan al poder mediante los votos, para luego vaciar de contenido a la democracia. Y es ese, justamente, el mal contra el que intenta vacunarse el Sistema Interamericano, puesto a prueba con la cuestión de Venezuela, donde al paso hasta las elecciones se han acabado.
En 1959 nuestros gobiernos democráticos forjan un catecismo que la Carta Democrática asume como una suerte de relectura. Desde Santiago de Chile, reunida la OEA, precisan, justamente, que la democracia, para ser tal y no su caricatura, exige: “Imperio de la ley, separación de poderes públicos, y control jurisdiccional de la legalidad de los actos de gobierno; gobiernos surgidos de elecciones libres; proscripción de la perpetuación en el poder o de su ejercicio sin plazo; régimen de libertad individual y de justicia social fundado en el respeto a los derechos humanos; protección judicial efectiva de los derechos humanos; prohibición de la proscripción política sistemática; libertad de prensa, radio y televisión, y de información y expresión; desarrollo económico y condiciones justas y humanas de vida para el pueblo”.
Todas las exigencias de la democracia enumeradas y como lo confirma Luis Almagro con su memorable informe de actualización, han sido pisoteadas bajo un gobierno procaz – el de Maduro – que no es siquiera capaz de disimular. El general Marcos Pérez Jiménez, con vistas a la reunión de la X Conferencia Interamericana y para quedar bien, como anfitrión, al menos puso en libertad a los presos políticos.
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